1. Con viva emoción y con alegría profunda me dirijo
esta tarde a cuantos concelebramos esta
Eucaristía, que nos ha reunido en torno al altar de Cristo para recordar las
maravillas de gracia realizadas en Aquella a la que invocamos confiadamente
como Abogada poderosa y Madre dulcísima.
Una palabra especial de saludo quiero dar a los
enfermos, que son los invitados de honor de estos días en torno a la Madre: con
no pocos sacrificios, queréis estar presentes esta tarde para testimoniar
personalmente el amor que os une a la Madre celeste, a cuyo Santuario de
Lourdes muchos de vosotros ya habéis ido en peregrinación: bienvenidos
juntamente con todos los que se dedican generosamente a prestaros asistencia.
Mi saludo, hoy se extiende a todos los que se han
reunido en esta parroquia de SANTA MARÍA, que recibe una visita tan excepcional
durante estos días. Efectivamente, gracias a vosotros, hoy se traslada a esta
PARROQUIA durante nueve días esa realidad especial que se llama Lourdes.
Realidad de fe, de esperanza y de caridad. Realidad del sufrimiento santificado
y santificante; realidad de la presencia de la Madre de Dios en el misterio de
Cristo y de su Iglesia en la tierra: una presencia particularmente viva en esta
porción elegida de la Iglesia, que está constituida por los enfermos y por los
que sufren.
2. ¿Por qué los enfermos van en peregrinación a
Lourdes? ¿Por qué —nos preguntamos— ese lugar se ha convertido para ellos como
en un "Caná de Galilea", al que se sienten invitados de modo
especial? ¿Qué los atrae a Lourdes con tanta fuerza?
La respuesta es preciso buscarla en la Palabra de
Dios, que nos ofrece la liturgia en la Santa Misa que estamos celebrando. En
Caná había una fiesta de bodas, fiesta de la alegría porque era la fiesta del
amor. Podemos imaginar fácilmente el "clima" que reinaba en la sala
del banquete. Sin embargo, también esa alegría, como en cualquier otra realidad
humana, era una alegría traidora. Los esposos no lo sabían, pero su fiesta
estaba a punto de convertirse en un pequeño drama, con motivo de que se estaba
acabando el vino. Y eso, pensándolo bien, no era más que el signo de tantos
otros riesgos a los que estaría expuesto sucesivamente su amor, que como
matrimonio estaba comenzando.
Aquellos esposos tuvieron la suerte de que
"estaba allí la Madre de Jesús" y consiguientemente "fue
invitado también Jesús a la boda" (cf. Jn 2, 1-2); y, a
petición de su Madre, Jesús cambió milagrosamente el agua en vino: el banquete
pudo continuar alegremente, el esposo recibió la felicitación del maestresala
(cf. vs. 9-10), maravillado por la calidad del último vino servido.
He aquí, queridísimos hermanos y hermanas, que el
banquete de Caná nos habla de otro banquete: el de la vida, al que
todos queremos sentarnos para gozar un poco de alegría. El corazón humano ha
sido hecho para la alegría y no debemos maravillarnos si todos tendemos a esa
meta. Por desgracia, la realidad, en cambio, somete a muchas personas a la
experiencia, frecuentemente trágica, del dolor: las enfermedades, lutos,
desgracias, taras hereditarias, soledad, torturas físicas, angustias morales,
un abanico de "casos humanos" concretos, cada uno de los cuales tiene
un nombre, un rostro, una historia.
Estas personas, animadas por la fe, se dirigen a
Lourdes. ¿Por qué? Porque saben que allí, como en Caná, "está
la Madre de Jesús": y donde está Ella, no puede faltar su Hijo.
Esta es la certeza que mueve "a las multitudes que cada año se vuelcan
hacia Lourdes en busca de un alivio, de un consuelo, de una esperanza. Enfermos
de todo género van en peregrinación a Lourdes, animados por la esperanza de
que, por medio de María, se manifieste en ellos la fuerza salvífica
de Cristo. Y, en efecto, esta energía se revela siempre con el don de
una inmensa serenidad y resignación, a veces con una mejoría de las condiciones
generales de salud, o incluso con la gracia de la curación completa, como
atestiguan los numerosos "casos" (milagros) que se han verificado en
el curso de más de 100 años.
3. La curación milagrosa, sin embargó es, a pesar de
todo, un acontecimiento excepcional. La fuerza salvífica de Cristo, obtenida
por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes sobre todo en el ámbito
espiritual, en el corazón de los enfermos. María hace oír la voz
taumatúrgica del Hijo: voz que restituye la vista al alma para ver con una luz
nueva el mundo, a los demás, y el propio destino.
Los enfermos descubren en Lourdes el valor inestimable
del propio sufrimiento. Conscientes de esto, en el día en que la liturgia
recuerda las apariciones de Lourdes, queremos dar las gracias a todas las almas
generosas que, sufriendo y orando, colaboran de modo tan eficaz a la salvación
del mundo.
Que la Virgen esté junto a ellos, como estuvo junto a
los dos esposos de Caná, y vele para que no falte nunca en su corazón el vino
generoso del amor. Efectivamente, el amor puede realizar el prodigio de hacer
brotar sobre el tallo espinoso del sufrimiento la rosa fragante de la alegría.
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