1. "Yo soy la Inmaculada Concepción". Las palabras que María
dirigió a Bernardita el 25 de marzo de 1858 resuenan con intensidad muy
particular en este año, en el que la Iglesia celebró el 150° aniversario de la
definición solemne del dogma proclamado por el beato Papa Pío IX en la
constitución apostólica Ineffabilis
Deus.
La concepción
inmaculada de María es el signo del amor gratuito del Padre, la expresión perfecta de
la redención llevada a cabo por el Hijo y el inicio de una vida totalmente
disponible a la acción del Espíritu.
"En aquellos días, María se puso en camino hacia la región
montañosa..." (Lc 1,
39). Las palabras del relato evangélico nos hacen ver con los ojos del corazón
a la joven de Nazaret en camino hacia la "ciudad de Judá" donde
habitaba su prima, para prestarle sus servicios. En María nos impresiona, ante todo, la atención, llena de ternura, hacia su prima anciana. Se trata
de un amor concreto, que
no se limita a palabras de comprensión, sino que se compromete personalmente en
una asistencia auténtica. La Virgen no da a su prima simplemente algo de lo que
le pertenece; se da a sí misma,
sin pedir nada a cambio. Ha comprendido perfectamente que el don recibido de Dios,
más que un privilegio, es
un deber que la compromete en favor de los
demás con la gratuidad propia del amor. "Proclama
mi alma la grandeza del Señor..." (Lc 1, 46). Los sentimientos que María
experimenta en el encuentro con Isabel afloran con fuerza en el cántico del Magníficat. Sus labios expresan
la espera, llena de esperanza, de "los pobres del
Señor", así como la conciencia
del cumplimiento de las promesas, porque Dios "se acordó de su
misericordia" (cf. Lc 1, 54).
2. Precisamente de esta conciencia brota la alegría de la Virgen María, que se refleja en
todo el cántico: alegría por saberse "mirada" por
Dios, a pesar de su "humildad" (cf. Lc 1, 48); alegría por el "servicio" que puede
prestar, gracias a las "maravillas" a las que la ha llamado el Todopoderoso
(cf. Lc 1, 49); alegría por gustar anticipadamente las
bienaventuranzas escatológicas, reservadas a los "humildes" y a los
"que tienen hambre" (cf. Lc 1, 52-53). Después del Magníficat viene el silencio: de los tres
meses de permanencia de María al lado de su prima Isabel no se nos dice nada. O, tal vez,
se nos dice lo más importante: el
bien no hace ruido, la fuerza del amor se manifiesta en la discreción
serena del servicio cotidiano. 5. Con
sus palabras y su silencio, la Virgen María se nos presenta como modelo en
nuestro camino. No es un
camino fácil: por el
pecado de nuestros primeros padres, la humanidad lleva en sí la herida del
pecado, cuyas consecuencias pesan también sobre los redimidos. Pero el mal y la
muerte no tendrán la última
palabra. María lo confirma con toda su existencia, como testigo viva de la victoria de
Cristo, nuestra Pascua. Los
fieles lo han entendido. Por eso, acuden en multitudes a esta gruta para
escuchar las exhortaciones maternas de la Virgen, reconociendo en ella "la
mujer vestida de sol" (Ap 12,
1), la Reina que resplandece al lado del trono de Dios (cf. Salmo responsorial) e intercede
en su favor.
3. Hoy la Iglesia celebra la
gloriosa Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Los dogmas de la
Inmaculada Concepción y la Asunción están
íntimamente unidos entre sí. Ambos proclaman la gloria de Cristo Redentor y
la santidad de María, cuyo destino humano ya desde ahora está perfecta y
definitivamente realizado en Dios.
"Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros", nos ha dicho Jesús (Jn 14, 3). María es la prenda del cumplimiento de la promesa de Cristo. Su Asunción se convierte así, para nosotros, en "signo de esperanza segura y de consuelo" (cf. Lumen gentium, 68).
"Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros", nos ha dicho Jesús (Jn 14, 3). María es la prenda del cumplimiento de la promesa de Cristo. Su Asunción se convierte así, para nosotros, en "signo de esperanza segura y de consuelo" (cf. Lumen gentium, 68).
4.
Desde la gruta una llamada especial a las
mujeres. Al aparecerse en la gruta, María encomendó su mensaje a una muchacha, como para
subrayar la misión peculiar
que corresponde a la mujer en
nuestro tiempo, tentado por el materialismo y la secularización: ser en
la sociedad de hoy testigo de
los valores esenciales que
sólo se perciben con los ojos del corazón. A vosotras, las mujeres, corresponde
ser centinelas del Invisible.
La vida es un don sagrado, del que nadie puede hacerse dueño. La Virgen de
Lourdes tiene, por último, un
mensaje para todos. Es este: sed mujeres y hombres libres. Pero
recordad: la libertad humana es una libertad marcada por el pecado. Ella
misma necesita también ser liberada. Cristo
es su liberador, pues
"para ser libres nos ha liberado" (Ga 5, 1). Defended vuestra libertad. Queridos amigos, sabemos que para esto
podemos contar con Aquella que, al no haber cedido jamás al pecado, es la única
criatura perfectamente libre. Caminad con María por las sendas de la plena
realización de vuestra humanidad.
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