Los
padres de san Juan eran Isabel y Zacarías. Allí se le apareció el arcángel san
Gabriel para anunciarle de parte de Dios que iban a tener un hijo. Zacarías
dudó y por eso quedó mudo hasta el día del nacimiento.
A
los seis meses de nuevo el arcángel san Gabriel anunciaba a María el nacimiento
de otro hijo, que iba a ser al mismo tiempo Hijo de Dios. Junto con esa gran
noticia le informó que su prima Isabel estaba ya de seis meses de embarazo. Juan
Bautista fue santificado en el vientre de su madre, de modo que cuando nació ya
no estaba bajo la ley del pecado. Y por eso la Iglesia nos invita a
celebrarlo con la alegría de aquella familia y amistades, precisamente seis
meses antes de la Navidad.
Había
que poner al niño un nombre. Como solía hacerse, sobre todo si el padre era ya
mayor, querían que se llamase Zacarías; pero Dios le había escogido un nombre:
se llamaría Juan, que significa: “misericordia de Dios”. En verdad Dios había
derramado su misericordia sobre aquellos padres, Zacarías e Isabel. Pero
también derramaría su misericordia sobre los que aceptasen el mensaje que
predicaría el Bautista.
Juan
se fue al desierto para prepararse a la misión que Dios le había confiado de
preparar los caminos para la venida del Salvador. A Juan le llamamos Bautista,
porque bautizaba con agua a los que venían arrepentidos, pero sobre todo porque
anunció otro bautismo en el Espíritu que haría el Mesías. Esta era la gran
misericordia de Dios hacia nosotros, que somos pecadores. De esa misericordia
ya habló su padre Zacarías, cuando, al sentir que ya no estaba mudo, alabó y
bendijo al Señor.
Todos
debemos ser un poco como san Juan Bautista: anunciadores de la salvación de
Dios y de su gran misericordia. Para ello escuchemos el gran mensaje del santo
para preparar el camino del Señor en nuestro corazón. Se trata de convertirnos
para disponernos mejor a escuchar y vivir las enseñanzas de Jesucristo.
San
Juan fue fiel a su misión hasta dar su vida en su ministerio. Moriría cortada
la cabeza, dando fin a su misión de ser testigo de la Verdad. El nos enseña a
ser fieles a nuestro deber de cada día; pero sobre todo a ser fieles a los
compromisos adquiridos por nuestro bautismo. Jesús un día hizo el mayor elogio
que puede hacerse por una persona. Dijo que “entre los nacidos de mujer no hay
ninguno mayor que Juan Bautista”. Nosotros también seremos grandes ante Dios si
somos responsables en nuestros actos y los hacemos por la gloria de Dios y el
bien de los demás.
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