lunes, 3 de agosto de 2015

8ª. María Reina y Señora

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Esta fiesta fue instituida en 1954 por el Papa Pio XII, se celebraba el 31 de mayo y posteriormente ha sido trasladada por Pablo VI al 22 de agosto y coincide ocho días después de la fiesta de la Ascensión de la Virgen.
Esta Fiesta de la Virgen que hoy meditamos, la celebramos cada vez que rezamos el quinto misterio de gloria del Santo Rosario, y que nos presenta la Coronación de María Santísima, como Reina y Señora de todo lo creado.
Este título es la consecuencia lógica que le viene por ser la Madre de Dios, y por tanto, tiene una dignidad que está por encima de todos los santos y de todos los ángeles: es Reina de todos los Ángeles y Abogada de todos los hombres. El pueblo cristiano, con este reconocimiento de su altísima dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo. En un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora»
La Coronación es la continuación del misterio de su Asunción a los Cielos. Cuando María subió a los cielos en cuerpo y alma, subió derecha al Trono de Dios y fue colocada al lado de su hijo Jesucristo. Todas las cosas que tienen relación directa con Dios son en alguna manera infinitas, como la Humanidad de Jesucristo. Y así es María, Madre de Dios, y así también el cielo, en cierta manera, infinitos. Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.
En la institución de esta fiesta, el Papa Pío XII invitaba a todos los cristianos a acercarse a este “trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre, para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas”. Y, al mismo tiempo, exhortaba a todos a pedir gracias al Espíritu Santo y a esforzarse por aborrecer el pecado, a librarse de su esclavitud, “para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con devoción de hijos”. Los títulos de “Reina y humilde” no se contradicen porque después de Cristo, su Hijo, nadie mejor ha sabido conjugar su realeza con la entrega total a los demás.
A Ella han sido aplicadas estas palabras de la Epístola a los hebreos: “Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno”. Este trono, símbolo de la autoridad, es el de Cristo, pero él ha querido que sea su Madre trono de la gracia donde más fácilmente alcanzamos la misericordia, pues nos ha sido dada “como abogada de la gracia y Reina del Universo”, dice el Prefacio de la Misa de Santa María Reina.
Hoy, contemplamos en este final de la novena la gran fiesta que se vive en el Cielo, en la que la Trinidad sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los Cielos para toda la eternidad. “Apareció en el cielo una señal grande, una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”; nos dice el libro del Apocalipsis.
Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a María, tal como lo enseña el Papa Pío XII. En efecto, los tres rasgos con que el Apocalipsis describe a María son símbolo de esta dignidad: vestida de sol, resplandeciente de gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos todos.

El reinado de María se ejercita diariamente en toda la tierra, distribuyendo a manos llenas las gracias y la misericordia del Señor. El reinado de María se ejerce también en el Purgatorio; nuestra Madre nos motiva constantemente a pedir y a ofrecer sufragios por quienes todavía se purifican y esperan para entrar en el Cielo. Ella es una buena aliada para ayudar a las almas del Purgatorio y, si la tratamos mucho, Ella nos moverá a purificar nuestras faltas y pecados ya en esta vida y nos concederá poderla contemplar inmediatamente después de nuestra muerte. San Germán de Constantinopla, piensa que ese estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides». La Iglesia pide la intercesión de la santísima Virgen para que sus hijos alcancen <<la gloria de su Hijo>> en el reino de los cielos.

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