Encontramos a los fariseos
que se quejan ante Jesús por el hecho de que algunos discípulos se ponían a
comer sin lavarse las manos. Hoy también muchas madres les dicen a sus hijos
pequeños que se laven las manos antes de ponerse a comer. No tiene que ver nada
una cosa con la otra. Lo que muchas madres quieren para sus hijos es que tengan
aseo e higiene. Pero los fariseos se lavaban las manos antes de comer, no por
higiene sino porque creían que algunos alimentos estaban impuros, es decir
contaminados, por el hecho de que habían sido vendidos o transportados por
gente pecadora o por extranjeros, con quienes no podían tratar en asuntos de
comida, ya que ellos, los fariseos, eran los únicos que se creían puros.
Así que para ellos el
lavarse las manos indicaba un acto de soberbia y desprecio para muchas
personas. Por eso no podía estar Jesús de acuerdo con esa conducta. Además
aquellos fariseos pensaban que con limpiar bien los platos y las ollas, y sobre
todo las manos, ya eran puros ellos. Jesús tampoco podía estar de acuerdo con
esto, ya que para Jesús lo principal en nosotros es el corazón, lo interior de
la persona. Los fariseos limpiaban el exterior, pero dejaban la suciedad del corazón.
Lo peor es que estaban bien creídos que con cumplir esas leyes externas, que
ellos mismos habían ido poniendo con el tiempo, ya estaban muy en paz con Dios.
En realidad sólo buscaban el aplauso de la gente y no el aplauso de Dios, que
es para quien cumple la justicia, la caridad y la misericordia, para quien pone
su corazón en el amor de Dios.
Jesús les recordó lo que
ya había dicho el profeta sobre el pueblo de Israel: sólo buscan el culto
externo y este culto está vacío. Porque lo que Dios estima es la entrega
interior de la persona para cumplir su voluntad. Hoy el salmo responsorial
pregunta quién puede entrar en la casa de Dios. Se trata de entrar dignamente
en la casa externa, pero sobre todo poder entrar con certeza en la casa
definitiva del cielo. Irá respondiendo que es el que procede honradamente y
practica la justicia, el que hace el bien constantemente. Todo esto cuesta,
porque muchas veces es difícil controlar el corazón, si está dominado por la
envidia, el orgullo o la lujuria. Para ello hace falta una continua lucha,
realizar muchos actos buenos para que venga la virtud, que es una facilidad de
hacer el bien. Ya lo expresaba san Pablo cuando decía: “queriendo hacer el
bien, es el mal el que se me apega” (Rom 7,21). Por eso necesitamos la gracia
de Dios. El mismo san Pablo decía poco después: “¿Quién me librará de este
cuerpo de muerte? Gracias a Dios por Jesucristo...” (Rom 7,24). Con la gracia
de Dios, aunque uno esté rodeado de lodo, no se mancha el corazón, si se
mantiene unido a Dios. Jesús les dice hoy a los fariseos que las cosas que nos
vienen de fuera no manchan necesariamente el corazón. Lo que importa es lo que
sale de dentro. Porque de dentro salen el odio y el egoísmo, o sale el amor y
la misericordia.
Otra consideración podemos
hacer sobre el evangelio de hoy. Los fariseos, por aferrarse a las tradiciones
de sus mayores, descuidaban algunos preceptos más importantes de Dios, como era
todo lo relativo al amor y la misericordia. Hoy también hay muchas personas que
se aferran demasiado a tradiciones humanas. Se oye en alguna ocasión: “Esto hay
que hacerlo así, porque siempre se ha hecho de este modo”. Es verdad que hay
tradiciones muy buenas y dignas de ser mantenidas, porque nos ayudan a
perseverar en la fe. Pero hay que tener en cuenta que por encima de las
tradiciones están los mandamientos de Dios y el principal de Jesús, que es el
amor. Entonces un cristiano tiene que tener como principal actitud la de
cumplir el precepto de Jesús y el de mejorar, tendiendo a cumplir la voluntad de
Dios. Por eso hay tradiciones, que han servido para un tiempo, que seguramente
habrá que mejorar y cambiar en parte para acomodarse a los tiempos y para que
todos podamos mejor cumplir lo principal. Ver cuál es lo mejor para la gloria
de Dios, no para la nuestra.