Su
nombre era Juan Marcos, según la costumbre en algunos ambientes de ponerles dos
nombres, uno judío, Juan, y otro romano, Marcos. Parece que su madre era María,
donde se hospedaban los apóstoles en Jerusalén y donde fue san Pedro al salir
de la cárcel: “a la casa de María”.
El padre de Marcos, que debía haber sido sacerdote del templo, parece que había
muerto, pues no se le nombra.
Ese
sería el lugar del cenáculo y de la venida del Espíritu Santo el día de
Pentecostés. Parece ser que la familia tenía una casita cerca de Getsemaní,
donde habría ido el joven Marcos a pasar la noche el jueves santo. Con el ruido
habría salido envuelto en una sábana y habría tenido que huir desnudo. Por algo
lo cuenta él mismo.
Todo
eso no es cierto; pero lo cierto es que haciéndose algo mayor, fue bautizado
por san Pedro en su misma casa. Por eso en la primera lectura de hoy san Pedro
llama hijo a Marcos. Éste, creyéndose ya fuerte en la fe, decidió acompañar a
su primo Bernabé en el apostolado, quien llevaba como compañero al mismo san
Pablo.
Marcos,
que todavía era débil, quizá en lo corporal y en lo espiritual, tuvo miedo a
las dificultades de la misión y prefirió volverse con su madre. Cuando más tarde
se arrepintió y quiso volver con Pablo y Bernabé, san Pablo, que era fuerte de
temperamento, no le quiso admitir, y san Bernabé que confiaba en el
arrepentimiento y la valía de su primo Marcos, decidió ir con él a otra misión
diferente.
No
duró mucho esa misión, pues pronto se hace acompañante de su padre espiritual,
que era san Pedro, y va con él a Roma y es como su secretario, de modo que,
como nos dice la tradición, personas importantes cristianas le impulsaron a
Marcos a que escribiese lo que predicaba Pedro, de modo que, como dicen muchos,
el evangelio de Marcos es como el escrito resumido de la predicación de san
Pedro.
Con
esto nos enseña san Marcos que el mérito de la fe no está sólo en las grandes
figuras o principales predicadores, sino también e igualmente en aquellos que
con su ayuda servicial de segundo plano hacen que el Evangelio pueda extenderse
por todos los diferentes ambientes que puede haber en el mundo.
El
evangelio de este día está tomado de las últimas palabras con las que se termina
el evangelio de Marcos. Jesús se aparece a los once apóstoles, quizá sea la
última vez, y les envía a predicar por todo el mundo. Con ello muestra el
sentido universalista de la Buena Nueva
de Jesús. Es un envío, no sólo determinado para aquellos once, sino para todos
sus sucesores y en parte para todos los creyentes. La primera razón es porque
es un mandato para ir por todo el mundo y aquellos once no lo pueden concluir.
El
Evangelio de Jesús es de salvación. Para conseguirlo es necesario el creer y el
bautizarse. Es decir que nos tenemos que entregar a él en cuerpo y en alma.
Creer significa una entrega total. Y si hay verdadera fe, se verán unos signos
prodigiosos.
Jesús
promete unos signos especiales a los predicadores. Es verdad que mucho de ello
es simbólico; pero también es verdad que se dieron y se dan muchas veces. Al
principio parece que bastante más, pues era necesario comenzar con buenos
cimientos. Pero signos externos extraordinarios siguen dándose con cierta
frecuencia.
Dios
manifestaba ya su presencia salvífica con Moisés y los profetas. Mucho más con
Jesucristo. Ahora Él lo promete a la Iglesia.
Cuando se realizan por medio de una persona viva o muerta, es
una señal de que Dios está presente allí. El mayor milagro es el amor. Con el
amor se trasforman los corazones.
San
Marcos comienza el evangelio diciendo que no es “su evangelio” sino el
evangelio de Jesús, que es el Mesías e Hijo de Dios. San Marcos es el
trasmisor. Le pidamos que nosotros seamos también trasmisores del amor de Dios.
Para ello primero debemos empaparnos de ese amor y de su doctrina. Después
hacer que nuestra vida sea como un evangelio viviente en las manos del Señor.
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