Estamos
comenzando la cuaresma. La
Iglesia nos recuerda que este tiempo es más apto para revisar
nuestra vida como cristianos y rectificar muchas actitudes para llegar más
limpios a participar con Cristo en la Pascua. Ayer comenzaba con la imposición de la
ceniza: un rito sencillo, pero que nos debía impulsar hacia una sincera
conversión.
Hoy
en el evangelio se nos propone el camino para seguir a Jesús y participar más
íntimamente en la Pascua
de Cristo y nuestra pascua definitiva. Porque la cuaresma, aunque se nos invite
a renuncias y penitencias, por culpa del ambiente mundano que nos penetra,
tiene siempre un sentido de alegre espera triunfal de la Pascua.
En
primer lugar Jesús les habla a los apóstoles de su fin terreno. Él había
predicado siempre el amor. Nos lo enseña con las palabras y con el ejemplo:
perdonando y amando sin límites. Pero el amor en medio de un mundo en pecado
origina la oposición y la muerte. Lo que les dice Jesús es que esa muerte por
amor lleva a la resurrección, que es la verdadera vida. Así también va a ser la
vida del discípulo de Cristo. Es una vida de amor a Dios y entrega por los
demás, que tendrá mucho de renuncia de los propios intereses mundanos, pero que
lleva a la verdadera vida resucitada.
Jesús
propone este camino hoy no sólo a los apóstoles sino a todos. Lo hace en forma
de diferentes sentencias que seguro repetiría varias veces, ya que es signo de
la vida de quien quiere ser discípulo del Señor. Se trata de seguir a Jesús,
que es aceptar las mismas formas de su vida. Y para seguirle hoy nos habla de
negarse a sí mismo, perder la vida y cargar con la cruz de cada día por su
amor.
“Negarse
a sí mismo” no es tanto una mortificación de las energías vitales cuanto no
considerarse a sí mismo como centro y valor supremo. Es renunciar a la
seguridad personal, poniendo el acento en la confianza en Dios y en el
seguimiento de los mensajes que nos da el Evangelio. Jesús es el que más
renunció hasta “anonadarse” para ser de nuestra condición y estar dispuesto a
llegar hasta la cruz.
Jesús
hablaba a veces por paradojas para hacer resaltar más la originalidad y la
fuerza de su mensaje. Hoy nos habla del contraste entre perder y salvar la
vida. Salvar la vida en sentido terrenal es apartarse del grupo o la mentalidad
de Jesús para tener un seguro material. Quien así actúa, la está perdiendo.
Perder la vida en el sentido cristiano es arriesgarla estando en el grupo de
los discípulos, que es estar unido a Jesús por su causa. Ese la salva porque la
recobrará con Él en la gloria. Con esto nos dice que todo lo que se pierde,
cuando se ofrece a los demás y se sacrifica por ellos con amor, en realidad no
se pierde, sino que se gana; y todo lo que uno cree ganar, porque lo retiene para
sí de manera egoísta, en realidad lo está perdiendo.
Cargar
con la cruz de cada día es una condición para seguir a Jesús. En realidad todos
tenemos cruces, los buenos y los malos. Hay algunas terribles que nos parecen
imposibles de cargar; pero están las de cada día: dificultades en el trabajo o
en la convivencia, imprevistos con los que no contábamos, planes cambiados,
molestias del tiempo y de los diferentes caracteres de otras personas. Hay
cruces que provienen de nuestros propios egoísmos, envidias o perezas. Hay
cruces que echamos a los demás. Hay cruces de oro que se llevan en el cuello y
no en el corazón. Cuando estas cruces diarias se llevan con paz y amor nos
santifican y es la mejor penitencia cuaresmal.
La
última frase de este día ha hecho muchos santos: “¿De qué te aprovecha ganar
todo si pierdes tu alma?” En realidad todos quieren triunfar, ser más y mejores
que los demás sólo por el gusto de estar arriba. Y esto se inculca a los niños
y se da una formación que es sobre todo de fachada, pero vacíos por dentro.
Jesús no pretende coartar la formación y deseos de mejoramiento en los ideales
materiales. Mientras predomine la entrega por el bien de los demás, si
aceptamos que las cosas no nos vayan bien o no hablen bien de nosotros, vamos
caminando hacia la Pascua
gloriosa.
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