Estamos
a una semana de comenzada la
Cuaresma y la
Iglesia hoy acentúa algo que ya va exponiendo desde el
principio: necesitamos “convertirnos”, no sólo en un momento, sino cada vez más
para acercarnos plenamente a Cristo. Hoy se nos propone, como un ejemplo de
conversión, el de los ninivitas. Jesús lo recordó, aunque en realidad más que
una historia, dicen los entendidos, era como una parábola para dar una lección.
Hoy esta lección es para nosotros, pues todos hemos pecado.
Convertirse
no es sólo cambiar la actitud externa.
Debe comenzar por el cambio de mentalidad para que nuestra vida se
acomode a la enseñanza del Evangelio. Hay muchos cristianos que viven una vida
normal cumpliendo los actos externos de la religión, pero ni siquiera se han
planteado cuál es la actitud que Jesús nos enseña para tener una vida como
verdaderos discípulos suyos. Por eso necesitamos cambiar de manera de pensar
para cambiar nuestra manera de ser y de vivir. Esto no es cuestión de un día.
Necesitamos toda la vida; pero la
Cuaresma es un tiempo propicio para ello.
Jesús
desde el principio de su predicación comienza a hablar de “conversión”. Muchas
personas, influenciadas por la actitud de los fariseos, sólo veían, como
también hoy muchos, la parte externa de la religión. Por eso para tener fe,
para confiar en Jesús o tenerle como el verdadero enviado de Dios, les parecía
que Jesús debería hacer signos portentosos. No es raro encontrar hoy personas
que piensan que si Dios hiciese algo verdaderamente portentoso, el mundo
cambiaría y se convertiría. Algo portentoso como el poner su nombre en el cielo
o hacer de repente de esta vida un paraíso. Es posible que haciendo algún signo
terrible hubiera más temor; pero Dios quiere el amor. Dios puede aplastar; pero
para que haya amor correspondido se necesita la respuesta confiada y libre.
Convertirse es cambiar el corazón para amar de forma libre.
Una
persona no puede llamarse convertida mientras permanezca en la soberbia y la
ambición. Y esto puede pasar en el mismo apostolado. La historia de Jonás con
los habitantes de Nínive nos da un mal ejemplo de cerrarse ante la misericordia
de Dios. Jonás fue a predicar obligado por Dios. El aceptó y predicó la
justicia de Dios; pero deseaba el
castigo de Dios, de modo que sirviera de escarmiento ante la maldad. Mas se
encuentra con que sus palabras, dichas de parte de Dios, obtienen una sincera
conversión. Y cuando hay conversión, Dios actúa con misericordia. Jonás no es
capaz de aceptar ese gran signo de Dios que es la misericordia con el pecador
arrepentido.
Jesús
se queja ante su gente de que no han sabido reconocer en él al enviado por
Dios. El no va a dar señales portentosas, sino las señales del amor y la
misericordia, y sobre todo la señal de su muerte y resurrección. Jesús dijo que
era “la señal de Jonás”. Desde la primitiva comunidad ya lo interpretaron, como
lo dice más claramente san Mateo, por el tiempo que permaneció en el sepulcro
para triunfar resucitando.
Este
tiempo de cuaresma es preparación para la Pascua , de modo que el gran misterio de la muerte
y resurrección de Jesús no es sólo para contemplarlo, sino para vivirlo
profundamente en el corazón. Para ello debemos aprovechar este tiempo para
conocer más y más a Jesucristo: su vida y su doctrina. Debemos abrir nuestra
mente y corazón para que penetre dentro y lo podamos expresar con nuestro modo
de vivir.
No
sólo se nos invita a vivirlo como algo privado, sino a procurar que otros
puedan conocer más a Jesucristo. En el apostolado tendremos la tentación de
poner demasiado interés en lo externo, quizá hasta desearíamos que Dios hiciera
un signo espectacular. Recordemos que Dios busca el cambio de mente y corazón.
Eso se logra con la oración y con la penitencia, ya que todos hemos sido
pecadores. Los milagros solos no hacen la conversión. También los fariseos
veían los milagros. Por eso Jesús antes de los milagros pedía fe y confianza.
La transformación del hombre y del mundo llegará cuando el corazón se abra a la
verdad y al amor.
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