Hoy se nos narra
la curación por parte de Jesús de un ciego de nacimiento. Es una narración muy
bien desarrollada por san Juan en forma de catequesis, para dar a su comunidad
varias enseñanzas. Jesús había tenido una larga discusión con los fariseos, por
algo que había dicho: “Yo soy la luz del
mundo”. Ahora nos va a demostrar el evangelista de una manera gráfica, y como
era frecuente en aquella cultura oriental, que Jesús es la luz, dando la luz
del cuerpo y del alma a aquel ciego de nacimiento.
Hay una antagonismo
en toda la narración: un hombre ciego que llega a la luz física y
espiritual de la fe, mientras algunos que se creían ver bien espiritualmente se
convierten en ciegos.
El relato comienza
con un tema iluminador. Los discípulos, al ver al ciego, siguiendo las creencias populares, le preguntan a Jesús: “¿Quién
pecó para que naciera ciego, él o sus padres?”.
En muchas religiones siempre ha habido esta
creencia, que, si hay un mal en la comunidad, alguno ha tenido que
ofender a la divinidad, que les ha mandado este mal, y por lo tanto hay que
descubrirlo o satisfacer a esa divinidad con sacrificios y ofrendas. Esto
siguen creyéndolo hoy muchas personas que están dentro del cristianismo. Pero
Jesús rechaza esa creencia y declara que Dios, aquí no castiga a nadie. Este
mundo es imperfecto (ya lo sabemos) y Dios no quiere influir con milagros ante
las leyes imperfectas de la naturaleza y menos contra la libertad humana. Dios
siempre es bueno y nos ayuda para que de todo lo que creemos malo podamos sacar
bienes.
Jesús hace un
pequeño rito de curación, lo de la saliva y el barro, para resaltar más la
ceguera y despertar la esperanza de la curación. San Juan, que narra muy
poquitos milagros de Jesús, cuando lo hace, es para dar alguna gran enseñanza.
Aquí lo que interesa es sobre todo el proceso de la fe para enseñarnos mejor a
conocer a Jesús, el Hijo de Dios. Y por eso va describiendo diversos
pasos ascendientes que da el ciego en el conocimiento de Jesús. Cuando ya se
siente curado, a Jesús le llama simplemente: un hombre. Después, cuando le
preguntan los fariseos, dirá que Jesús tiene que ser un profeta. Después
valientemente, en la discusión con ellos, les dice que no puede ser pecador
sino “venido de Dios”. Finalmente, ante la presencia de Jesús, se
postra ante El y declara que es el Mesías.
Sin embargo los
fariseos van avanzando en la ceguera. Se creen que lo saben todo en cuestión de
religión; pero, debiendo ver la evidencia del milagro, se van encerrando en la
oscuridad de su corazón para no aceptar a Jesús como enviado de Dios. No
quieren perder sus privilegios sociales y merecen el juicio condenatorio de
Jesús. En verdad que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Esto es un
toque de atención para nosotros. En cada uno de nosotros hay parte de luz y
parte de oscuridad. La virtud es reconocer que no tenemos la completa luz y
dejarnos abrir a la luz de Cristo. Para ello hacen falta la humildad y el reconocimiento
de la realidad. Los que se creen que lo ven todo claro, que ni dudan ni
preguntan, se cierran en la oscuridad.
Este evangelio
de hoy ha sido importante durante muchos siglos como base para la preparación
del bautismo, especialmente por lo del agua, el lavado y la luz. Una
condición indispensable para recibir el bautismo, si uno es adulto, y poder
recibir el perdón, es el reconocimiento del propio pecado. Así el ciego del
evangelio, después de ser curado, ante todos reconocía que había sido ciego. El
cristiano que ya tiene la luz de la fe debe hacer como aquel que había sido
ciego: ser valiente en defender a Jesucristo, no avergonzarse de su bienhechor,
reconocer que sin él no hubiéramos visto. Y no ser como sus padres que temían a
los fariseos y no querían ser testigos de la verdad que se había producido por
el gran amor de Jesús.
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