Hoy nos trae la Iglesia el encuentro de
Jesús con la mujer samaritana. Jesús había salido de Judea y quería ir a
Galilea. Había dos caminos; uno más largo dando un rodeo por el Jordán y otro
pasando por las montañas de Samaría. Los samaritanos no se trataban bien con
los judíos; pero el camino era más corto y más agradable en tiempo de calor.
Por eso, cuando llegó a la ciudad de Sicar, Jesús estaba cansado y tenía sed.
Los discípulos se fueron a la ciudad; pero El se quedó a las afueras junto a un
pozo. Esto nos indica cómo Jesús era perfectamente humano y sentía los
inconvenientes de un camino caluroso. Llega una mujer y Jesús va a comenzar un
diálogo, que será causa de vida y gracia para aquella mujer. Esto era raro y
era un saltarse los prejuicios sociales, ya que estaba mal visto que un judío
hablase en lugar público con una mujer y más si era desconocida y más si era
samaritana.
Jesús no se presenta
como un maestro que todo lo sabe, sino como uno que tiene una necesidad: tiene
sed. Era verdad, pero además es una buena manera de poder comenzar una
conversación. La mujer se extraña de que le hable un judío, y Jesús salta la
conversación de lo material a lo espiritual. Comienza pidiendo, pero ofrece
mucho más. Ha pedido un poco de agua del pozo, pero ofrece un agua que salta
hasta la vida eterna. La mujer no lo ha entendido, pero formula una petición:
“Dame de esa agua”. A Sta. Teresa, que era muy devota de esta escena, le
gustaba mucho hacer esta oración, “dame de esa agua”, porque en esa agua que
promete Jesús veía las principales gracias: la paz, la alegría, la plenitud,
hasta la contemplación infusa. Son los mismos sentimientos que tendría en la
cruz: sed material y espiritual.
Después que Jesús le
descubre a la mujer cosas íntimas de su vida, no muy edificante, comienza la
clase de religión. La mujer tiene una idea de religión estrictamente cultual.
Los samaritanos tienen otro templo diferente del de Jerusalén. Para ella saber
en qué sitio se debe adorar a Dios es como saber cuál es la verdadera religión.
Pero Jesús da una respuesta revolucionaria: El culto es relativo. Lo importante
es adorar a Dios en espíritu y verdad. Para Jesús no tiene gran sentido si el
culto se hace en un sitio o en otro. El culto principal será la relación que
uno tenga con Dios como un hijo con su padre. Y también el culto agradable a
Dios será la fraternidad, una vida dedicada a los demás; porque el Dios que
viene a nuestro encuentro no es el que juzga y condena, sino sobre todo el que
sana, perdona, levanta, el que, mediante el amor, suprime barreras, para que
reine el amor entre todos los pueblos.
Hay un proceso de
conocimiento por parte de la mujer hacia Jesús, que se expresa en palabras.
Para ella Jesús al principio es un judío, luego un señor, después un profeta, y
terminará diciendo a los samaritanos que es el Mesías. Estos, cuando después
conversan con Jesús, terminarán diciendo que es “el Salvador del mundo”.
Los samaritanos van al
encuentro de Jesús, porque la mujer, que se ha convertido en apóstol, ha ido a
llamarles. A los apóstoles, que extrañados le han visto con la mujer, les dirá
que es como un campo que, regado con el agua viva, ha fructificado y está
pronto para recogerse el fruto. En la Iglesia hay grandes frutos. Nosotros también
podemos fructificar. Dejémonos regar del agua viva que Jesús tiene
especialmente en la
Eucaristía. Ahí está el mismo Jesús que quiere derramar su
Espíritu en nosotros.
Una idea final puede ser
que, si sabemos ser humildes, puede haber un hermoso diálogo interreligioso.
Hoy día, por causa de las migraciones especialmente, las sociedades religiosas
están más mezcladas socialmente. Cuanto más conozcamos a Jesús y le amemos, más
sentiremos el deseo de que otros le conozcan; pero pensemos que lo principal es
el amor. A veces la Iglesia
ha estado demasiado atada a cosas y poderes materiales. Jesús no enjuicia ni
regaña, sino que ofrece el don del Padre celestial: el espíritu de amor y
verdad.
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