
Y nos preguntamos: ¿Por qué no reconocían a Jesús, si tan
bien le conocían en su aspecto y en su voz? Jesús era el mismo, pero no de la
misma manera. Su cuerpo en el cielo es glorioso y se acomoda, en su
presentación, al grado de fe del vidente. En cierto sentido podemos decir lo
que decía el cardenal Ratzinger
respecto a las apariciones de Fátima, que más que apariciones físicas, son
visiones internas, que pueden ser muy reales. En las apariciones Jesús se
presentaba de repente sin pasar paredes, cosa que no puede hacer un cuerpo
físico. A muchos de nosotros nos puede pasar como a aquellos dos. A veces
perdemos la esperanza o por un fracaso o por una muerte cruel o por un gran
problema de la vida. Y no reconocemos a Jesús que está junto a nosotros. El nos
sale al encuentro en un amigo o en los acontecimientos normales de la vida y
sobre todo en la palabra de Dios y en los sacramentos. Aquellos dos dejaron la
comunidad cuando ya sabían que las mujeres habían visto unos ángeles que les
habían dicho que Jesús había resucitado. No tuvieron paciencia para esperar.
Dice san Ignacio que en momentos de desolación no hagamos cambios en nuestra
vida, sino que nos pongamos en las manos de Dios.
La Iglesia siempre
ha visto aquí en este pasaje del evangelio como un esquema o símbolo de la Eucaristía. Primero
asisten a la explicación de la
Palabra de Dios y luego a compartir el pan con el mismo
Jesús. El Maestro con paciencia les devuelve la fe y la esperanza, y ellos
recuperan la alegría en el amor.
Y como en otras ocasiones, cuando uno ha tenido un
encuentro real y gozoso con Jesús, quieren manifestarlo a otros. Por eso “en el
mismo instante” retornaron a Jerusalén. Irían corriendo. Ciertamente que
emplearon menos tiempo que al ir hacia Emaús. También nosotros, que tenemos fe
en Jesucristo, aumentemos nuestro amor hacia El, que es igualmente el amor
hacia el prójimo, para que le sintamos en nuestra vida y podamos proclamar su
presencia gozosa entre nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario