Todos
los años en este segundo domingo de Pascua la Iglesia nos presenta estas
mismas escenas en el evangelio: Jesús se hace ver por los apóstoles reunidos en
la tarde o noche del primer domingo de resurrección, y luego vuelve a
presentarse, ahora estando ya Tomás, el domingo siguiente, correspondiente al
día de hoy. La primera idea a considerar es cómo la primitiva comunidad
acepta el cambio del día del Señor, que en vez de ser el sábado comienza a ser
el domingo. Es el mismo Jesucristo, que, al cambiar la mentalidad religiosa del
Ant. Testamento al Nuevo por medio de su resurrección, transforma ese día de
gloria en el día más propio para la alabanza a Dios. Por eso parece querer
celebrar ese día una semana después de su resurrección. En la 2ª lectura de hoy
vemos que un día de domingo el autor del Apocalipsis es “arrebatado en
espíritu” para expresar grandes revelaciones para la esperanza de nuestra fe.
Los
apóstoles estaban cerrados por miedo a los que habían matado a Jesús. San Juan
no nos dice si ya estaban algo consolados, aunque sin creer del todo, por lo
que les había dicho san Pedro y los dos de Emaús. El hecho es que Jesús viene a
consolarles y a darles unos cuantos regalos. El primero que les da es el de la paz.
La necesitan de verdad. Una paz, que no es sólo una tranquilidad externa,
como para quitar el miedo, sino algo que permanece en lo más íntimo de la
persona, como persuasión de que la vida tiene un gran sentido, porque Cristo vive
entre nosotros. Ese sentimiento de paz nos la desea la Iglesia en la Eucaristía y debemos
desearla y, si es posible, sentirla, en nuestro encuentro comunitario del
domingo, día del Señor.
Y
con la paz les da la alegría, que es un fruto del Espíritu Santo. Por
eso les da el Espíritu Santo. Sabemos que el día de Pentecostés lo
recibirían de una manera más palpable; todo acto bueno, como la celebración
eucarística, puede hacer que el Espíritu Santo venga más íntima y plenamente a
nosotros. También les da el poder de perdonar pecados. Nunca
podremos tener el Espíritu de Dios si en nosotros domina el pecado. Por
eso, si tenemos conciencia de pecado, debemos recibir la Confesión.
Pero
Tomás no estaba con ellos. Habría tenido que marcharse el mismo domingo quizá
antes de que las mujeres dieran la primera gran noticia. Nos parece demasiada
terquedad y demasiada exigencia por parte de Tomás. Tardaría unos cuantos días
en unirse a sus compañeros. Tomás amaba mucho a Jesús. En una ocasión había
dicho que estaba dispuesto a morir con El. Por eso en aquellos días, después de
los trágicos sucesos del Viernes Santo, su alma estaría como sin vida, pensando
que todo se había terminado. Cuando sus compañeros le dijeron que Jesús había
resucitado le parecería demasiado hermoso y casi como un complot contra él. Por
eso se encerró en su idea. Aquí aparece la infinita bondad de Jesús que
condesciende a los deseos de Tomás. También parece como decirle que la fe no se
aumenta por hechos externos, como el tocar, sino por la aceptación de la
palabra de Dios. Y en ese momento Tomás pronuncia una de las exclamaciones más
bellas del evangelio: “Señor mío y Dios mío”.
Hay
muchas personas que pronuncian esa exclamación llena de fe en el momento de la
elevación de Jesús en la
Consagración. Ello es como cumplir la bienaventuranza que en
ese momento decía Jesús: “Dichosos más bien los que crean sin haber visto”.
Somos
muchos los que nos parecemos a Tomás, pues estamos acostumbrados a una
mentalidad materialista y pragmática. El caso es que nos fiamos de muchas cosas
sin haberlas visto y palpado, como son hechos de ciencias, astronomía o
geografía, y no nos fiamos de la
Palabra de Dios testificada por argumentos más convincentes;
Palabra de quien ha dado la inteligencia a esos científicos, palabra que vive
en el corazón de los que permiten que Cristo viva en su ser y se dé a conocer
por el amor y la alegría y paz de saber que la vida tiene pleno sentido en
compañía del Señor, con quien esperamos vivir plenamente un día en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario