Jesús estaba fuera
de los límites de Israel. Estaba en el extranjero, viniendo de Tiro y Sidón.
Esto lo hacía alguna vez cuando necesitaba estar más a solas con los apóstoles.
Sin embargo allí también es conocido y le llevan a un sordomudo para que le
cure. En realidad la gran enfermedad era la sordera. Si no oía, tampoco podía
hablar. Para los israelitas religiosos era una desgracia muy grande, porque al
no oír, no podía tener conocimiento de la ley, y no podía cumplirla ni alabar a
Dios.
Jesús siempre está
abierto para el consuelo y dar remedio a las miserias humanas, a las que se
inclina con su inmensa misericordia. Le dicen que le imponga las manos.
Seguramente era el signo más frecuente de Jesús con los enfermos. Pero aquí usa
unos signos más visibles. Dicen que los mudos son algo desconfiados con lo que
vayan a hacerles y Jesús emplea signos que el mudo pueda ver, de modo que pueda
entender la ayuda que Jesús quiere darle. Mete los dedos en sus oídos, toca la
lengua con un poco de saliva, mira al cielo y suspira. Lo de la saliva era
seguir una creencia popular de que tiene una virtud o fuerza especial. Mira al
cielo dando a entender que se encomienda a su Padre Dios y suspira, como un
acto de profunda emoción y cariño. Pronuncia entonces una palabra, que el
evangelista conserva en su idioma original: “Effetá”, que lo traduce: “Abrete”.
Es como si fuese un sacramento. En la Iglesia
tenemos esos signos sensibles que nos dan la gracia o nos ayudan a
acrecentarla. Los sacramentos tienen una
materia, que puede ser agua, aceite, pan o vino; y luego unas palabras indican lo que se realiza. Por
ese signo sencillo Dios nos da su gracia o viene Jesús en persona a estar con
nosotros. Maravillas del amor de Dios.
Este milagro del
sordomudo tiene una repercusión muy grande entre nosotros. Porque hay muchas personas que son sordos y
mudos espirituales. Dios nos habla de muchas maneras: por la Biblia , por la Iglesia , por los
acontecimientos. Constantemente nos
manda sus mensajes; pero muchas veces estamos sordos a su voz. Queremos
sólo atender a lo que nos va bien; pero nos cerramos cuando nos toca algo
contra nuestro egoísmo o el poder o el dinero y las comodidades. Ya dice el
refrán que “no hay mayor sordo que el que no quiere oír”. Jesús curaba
enfermedades corporales, aunque su deseo mayor era curar enfermedades
espirituales. Pero para esto no basta con la voluntad de Dios, ya que respeta
nuestra libertad. Por eso no pudo quitar la ceguera espiritual de tantos
fariseos que estaban ciegos por sus intereses egoístas y sus ambiciones. Esto
nos debe hacer hoy meditar en nuestra vida.
Nuestra
vocación de cristianos es estar abiertos a la palabra de Dios y confesarla. Para proclamar las maravillas
de Dios primero debemos abrir los oídos del cuerpo y del corazón para escuchar
los mensajes de Jesús y meterlos en el alma. Después podremos explicarlo a
otras personas, que no se han enterado de la Buena Nueva del amor
de Dios. Lo normal es que quien deja que la palabra de Dios penetre
dentro, que ha comprendido el sentido de las bienaventuranzas, de lo
que es la verdad, la justicia, la paz y el amor, comience a explicarlo de
alguna manera a otros; porque, como dijo Jesús: “de la abundancia del corazón
habla la boca”.
También debemos
tener abierto los oídos para escucharnos unos a otros. Muchas disensiones y hasta
guerras se producen porque no hay diálogo. Cada uno habla según su egoísmo
y, cuando el otro habla no se suele escuchar, sino más bien se piensa en lo que
se va a decir para ir en contra. El amor es el que nos abrirá los oídos y el
corazón para saber escuchar cuando hay que escuchar, callar cuando hay que
callar y hablar cuando hay que hablar y de la manera en que sea oportuno
hablar. Para ello debemos quitar los tapones que a veces tenemos en estos oídos
espirituales, como son la soberbia, la vanidad, el egoísmo, la violencia, la
avaricia, etc. Con la gracia de Dios podremos hacerlo. Pidámoslo con mucha fe
al Señor.
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