Iba Jesús caminando
entre sus discípulos. Quizá comenzaban ya su viaje hacia Jerusalén, y mientras
caminaban, Jesús les daba varias enseñanzas e instrucciones. La primera lección
que hoy nos trae el evangelio es la de que nosotros, aunque sigamos de cerca a Jesús, no tenemos el monopolio de la
verdad. Hay que respetar y apreciar las cosas buenas que veamos en otros,
aunque no sean de nuestro grupo social o religioso. La enseñanza surgió porque
Juan, como portavoz de otros, le dijo a Jesús que habían visto a una persona
que hacía cosas buenas como expulsar demonios en el nombre de Jesús; pero como
no era de su grupo, se lo habían prohibido. Esto dio pie para que Jesús les
dijera, a ellos y a nosotros, que cualquiera que no está en contra de Él,
está a su favor. Que es como decir que debemos estimar todo lo bueno que nos
encontramos en los demás, aunque sean de otro grupo.
Es algo parecido a lo
que le pasó a Moisés (1ª lectura). Un día llamó a los setenta más importantes
del pueblo y el Espíritu de Dios vino sobre ellos, de modo que todos se
pusieron a expresar las maravillas de Dios, como solía hacer Moisés. Pero
resulta que faltaban dos de ellos. Y donde estaban también se pusieron a expresar
esas maravillas. Josué fue donde Moisés a contárselo y le dijo: “Prohíbeselo”.
Pero Moisés tenía un corazón muy grande, a pesar de que aquellos dos no habían
acudido, y le dijo: “¡Ojalá todo el
pueblo proclame estas maravillas!”. Es la grandeza del corazón, imagen del
gran corazón de Jesús que acoge a todo el que no esté realmente en contra.
Solemos ser muy egoístas
a solas y muchas veces, de manera más viva, cuando formamos parte de un grupo.
Este egoísmo nos hace parecer que todo lo del contrario es malo. Esto se ve
muchas veces en los partidos políticos. Algunas veces todo lo que hace o dice
el adversario nos parece mal. Pero algo tendrán de bueno. El caso es que se
critica y se lleva la contraria, aunque no estemos del todo convencidos. Esto
pasa en política, pero pasa también en religión. El Catecismo de la Iglesia Católica
nos dice: “Todo lo bueno y verdadero de las diversas religiones lo aprecia la Iglesia como un don de
aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan vida” (nº
843).
Muchas veces el
pertenecer a un grupo nos hace ciegos para poder ver la verdad y el bien en el
adversario. Sobre todo, si unos se creen que son los “buenos”, y por ello se
creen también que tienen toda la verdad. Lo peor no está sólo en el mal que nos
hacemos a nosotros por el pecado. Lo peor es si con nuestro pecado inducimos a
otros, que quizá son más débiles en la fe, a cometer el mismo error o pecado.
Esto es lo que se llama escándalo. Jesús dice palabras terribles contra
los que dan escándalo a otros. Pueden ser ricos, que son al mismo tiempo
personas con responsabilidad social, pero que no cumplen con la justicia y se
aprovechan de los pobres en cuanto a salarios y en cuanto a trabajos excesivos.
Pueden ser padres que no dan buen ejemplo a sus hijos. El Catecismo de la Iglesia Católica
se fija en la maldad de los que deben hacer leyes y las hacen induciendo al
mal. Eso es escándalo.
Hay muchas veces que cuesta ser cristiano
auténtico. Aunque te cueste tanto como te costaría perder un ojo, vale la
pena el hacerlo y ser consecuente en nuestra vida con las enseñanzas de
Jesucristo. Con esas frases radicales, con las que termina el evangelio de hoy,
Jesús nos quiere decir que para ser sus discípulos no debemos conformarnos con la mediocridad, sino que debemos ser
auténticos o radicales, que quiere decir que el pensamiento de Jesús no influya
sólo en algo exterior, sino que nos llegue hasta lo más hondo de nuestro ser. Y
el pensamiento de Jesús es sobre todo el amor. Hoy nos dice que nos
recompensará hasta un vaso de agua que se dé a quien lo necesita. ¡Cuánto más
la entrega de nuestro ser!
Recordemos que no
debemos “apagar al Espíritu”, como nos dice san Pablo, pues sopla donde y como
quiere. Y por todo ello bendigamos siempre al Señor.