Hoy
se nos expone uno de los grandes mensajes de Jesucristo, al comenzar el sermón
de la montaña.
En
estas bienaventuranzas Jesús
configura la manera de ser del cristiano. Y esto porque es una
especie de retrato del mismo Jesús: de su vida y de su modo de ser. No
son propiamente mandamientos en el sentido de normas concretas a seguir, sino actitudes más interiores que dan
sentido a la manera de actuar.
La
primera característica es que Jesús nos
habla de felicidad, una felicidad radical, que no consiste en tener algo pasajero, como ofrece la mentalidad
mundana, que cree tener la felicidad cuando ha conseguido dinero, honores, que
son cosas que se pasan y sobre todo que no pueden ser para todos. Porque aquí
está lo malo de la felicidad que promete el mundo: que para que unos sean
felices, otros muchos tienen que ser desgraciados. Si unos son felices
siendo ricos, es porque muchos tienen que ser pobres. Esto sería la corrupción
de la felicidad: gozar a costa de otros.
Jesús
promete
la felicidad para todo el que la quiera. No es fácil, porque va contra
el sentido y parecer de la mayoría. Es como vivir al revés, valorar
lo que normalmente no se valora: la fidelidad, la abnegación, la
entrega, la servicialidad, el poner la confianza más en Dios que en otras
cosas, valorar a las personas por lo que son, por ser seres humanos, y
no por la categoría social o las posesiones o la belleza externa.
Así
como el primer mandamiento de la ley de Dios resume los demás, así también la
primera bienaventuranza podemos decir que resume las otras. Ser “pobres
de espíritu” se dice fácilmente, pero encierra toda una actitud esencial en la
manera de ser. Es cierto que es posible ser rico, tener bastantes riquezas, y
ser pobre de espíritu; pero ¡Qué difícil es! Lo dijo Jesucristo varias veces
en el evangelio. Alguno dirá que si es muy difícil, mejor va a ser no
intentarlo.
Hoy
se nos dice que para poseer el Reino de los cielos no hay que poner la
confianza y la esperanza en los bienes materiales. No todos los pobres son
“pobres de espíritu”: Hay muchísimos pobres que ponen su confianza
en los bienes materiales, su ilusión es ser ricos. Con ello suelen
seguir siendo pobres y además desgraciados. Jesús no declara bienaventuradas
unas situaciones sociales, sino unas personas que han optado por esa
situación con amor.
A
los que son pobres de espíritu Jesús no sólo les promete una felicidad eterna
en la otra vida, que también es cierto, sino ya una felicidad actual, porque son
amados por Dios. Pobre es el que no tiene suficiencia en sí mismo, que tiene un
sentimiento psicológico de inseguridad material; Cristo quiere
aprovechar esta inseguridad para abrirla a la esperanza del que todo lo tiene,
que es Dios. Dichosos, por lo tanto, son los que aprovechan su pobreza para
abrirse a la esperanza, que no es lo mismo que conformismo. La
esperanza en Dios está unida al servicio de los demás.
Ser
pobre de espíritu aquí está unido a ser misericordioso, trabajar por la paz,
buscar la justicia, estar limpio de corazón, especialmente de odios y rencores.
Una
vida así molesta a muchos de los que buscan las injusticias, el poder y las
riquezas, aunque pareciera lo contrario. Por eso vienen las
incomprensiones y la persecución. Pero Jesús les dice que no es una desgracia,
sino que en la persecución pueden ser felices. Y les promete que “serán
saciados, serán consolados”.
Las
promesas de Jesús a sus discípulos es el pasar de una situación negativa a otra
positiva, de la opresión a la liberación, del sufrimiento al consuelo, de la
injusticia a la justicia. El Reino de Dios abre un horizonte de vida y de
esperanza a la humanidad pobre y oprimida.
Hay
cristianos que se contentan con unas prácticas religiosas y luego en la vida se
comportan como los demás. Son cristianos de apariencia. Las prácticas están
bien, si nos ayudan a conseguir los verdaderos rasgos del ser cristianos,
renunciando a las riquezas y la ambición, poniendo nuestro interés en la
confianza total en Dios y en el servicio de amor hacia todas las personas.