En el ambiente de
Adviento, en que se habla de conversión, es natural que se hable de la
misericordia de Dios, que busca al pecador. Hoy lo hace por medio de la
parábola de “la oveja perdida”. Hay muchos que no han visto un rebaño de
ovejas, o quizá sólo por medio de la televisión. Son animales dóciles, pero un
poco tontitos: Si ven algunas hierbas que les gustan, se van apartando del
rebaño. El pastor tiene que estar atento, o a veces el mismo perro que suele
llevar el pastor, para hacerlas entrar en el grupo. Pero alguna vez el pastor
se descuida y la oveja se va marchando hasta que se pierde, sobre todo si se
enreda en algunos matorrales. Este ejemplo, al ser parábola, se traslada a las personas
que, atolondrados por los atractivos del mundo y enredados por estas redes
mundanas, se pierden del grupo donde están las gracias de Dios.
Debemos ponernos en
el puesto de aquel pastor que tiene cien ovejas, que al ser lo único para el
sustento de su familia, según va vendiendo alguna, se siente muy triste si
pierde una. Entonces procura dejar encerradas las 99 y se va, aunque tenga que
pasar dificultades, a buscar la perdida. Si la encuentra, se llena de alegría.
Esto es lo que hace Dios con nosotros si nos perdemos. Dios no se queda
indiferente ante una infidelidad: se preocupa en mandar gracias para el
arrepentimiento. Sólo que nosotros no somos como ovejas sin voluntad propia. Él
mismo nos ha hecho libres. Pero si nos hemos apartado de su amor y luego nos
arrepentimos, la alegría de Dios es inmensa.
Termina la parábola
diciendo que Dios, nuestro Padre, no quiere que se pierda ninguno de estos corderillos.
En la palabra “pequeños” podemos ver a toda persona marginada, los pobres, humildes
y abandonados, y de una manera especial a los pecadores. Todos son importantes
para Dios. Este ejemplo de la oveja perdida lo manifestó Jesús con su propia
vida, dispuesto siempre a perdonar.
Todos somos débiles
y, aunque no nos sintamos muy extraviados, en este tiempo de Adviento es más
propio para rectificar el camino y podernos encontrar en los brazos amorosos de
Jesús. Pero la parábola nos enseña también nuestra actitud para con los demás.
¿Sabemos respetar a los demás, esperarles, ser comprensivos con ellos y
ayudarles a encontrar el verdadero sentido de sus vidas? ¿Nos alegramos de
verdad, como se alegra el Señor, si alguno cambia de vida y se entrega más al
Señor?
De alguna manera
todos somos algo pastores, todos somos responsables de los demás. Debemos tener
un corazón grande. No vivimos aislados. Por eso no debemos ser indiferentes
ante cualquier desgracia, y la desgracia
más grande es el pecado: es la actitud de aquel que ha perdido a Dios o ha
perdido la esperanza de vivir. Los males de unos son también males nuestros. A
veces debemos dejar nuestros intereses particulares para ir en busca del
hermano extraviado.
Que la Santísima Virgen
María, Madre del Adviento, nos ayude a imitar los sentimientos
paterno-maternales del Señor para que entre todos formemos un gran grupo donde
nos sintamos más hermanados en la espera de la Navidad.
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