lunes, 12 de enero de 2015

ISLAM Y CRISTIANISMO FRENTE A LA MODERNIDAD

ISLAM  Y  CRISTIANISMO  FRENTE  A  LA  MODERNIDAD

El terrible atentado contra la redacción de Charlie Hebdo en París ha reabierto el debate sobre el papel de la religión en la sociedad moderna. Algunos han denunciado la “inevitable” deriva totalitaria  de toda creencia dogmática, pues alegan que quien acepta la existencia de una verdad absoluta se convertiría, una vez conseguido el poder,  automáticamente en un déspota intolerante. Sostienen que una sociedad abierta, ilustrada, exigiría por el contrario la renuncia a toda verdad. Para mantener el orden social bastaría con adoptar determinados procedimientos. En política, el voto; los ciudadanos elegirán así al gobernante de turno. En economía corresponderá al mercado decidir qué bienes y servicios se producen y a qué precio. Para fijar lo justo estarán el parlamento y los jueces: lo bueno y valioso es lo que los parlamentos legislan y los jueces aplican en sus sentencias. Nada hay absoluto, válido para siempre: ni gobernantes, ni bienes económicos, ni leyes. La opinión pública manda y se trata de algo cambiante, que evoluciona con el tiempo. Los procedimientos mencionados permiten adaptarse sin especiales problemas a las nuevas circunstancias. Es la misma ciudadanía quien vota, compra y vende y elige a los parlamentarios (y, en algunos casos, a los jueces). La democracia representativa nos ha proporcionado así unas cotas de libertad y bienestar nunca vistas en la historia.

En toda sociedad hay que solucionar de alguna manera la relación entre religión y política. Dios y el gobernante desempeñan funciones similares: ordenar –el universo, la propia sociedad--, legislar, sancionar. No sorprende que desde la más remota antigüedad el soberano se haya revestido de carácter divino. Reyes y emperadores eran como los representantes de Dios en la tierra.

La relación entre ambos poderes en el Occidente cristiano se condensa en una frase del Evangelio: “Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. Se establecen así dos ámbitos bien diferenciados. Sus relaciones mutuas adquirieron en el curso de la historia formas variadas, desde la cooperación hasta la confrontación. Es verdad que el cristiano considera que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, pero afirma igualmente que “todo poder viene de Dios”, aunque sea mediado por la soberanía popular. Los primeros cristianos obedecían al emperador y rezaban por él. Tan solo se negaban a ofrecerle sacrificios como si fuera un dios. Nada impide que el cristiano sea un buen ciudadano.

La solución practicada en el Islam es diferente: en el monoteísmo islámico, Dios y el César son uno. No hay esfera civil independiente del poder religioso. El libro sagrado, el Corán, es también código civil. La sharía precede y se impone a cualquier legislación positiva, incluidos los mismos derechos humanos, cuya declaración los países musulmanes suscribieron a regañadientes.

En ocasiones se presenta a la modernidad occidental como enfrentada a la religión. Correlato necesario del avance científico y democrático habría sido la marginación de lo religioso, recluido en todo caso al ámbito privado. La sociedad habría podido progresar de modo fulgurante una vez soltado el lastre religioso. Esta visión olvida que la Ilustración tiene unas inequívocas raíces cristianas. Su logro más brillante, la ciencia moderna, solo pudo darse en un contexto cristiano: el cristianismo desacraliza los fenómenos naturales, que se convierten entonces en objeto de análisis y de experimentación al servicio del hombre. No sorprende que fueran justamente monjes franciscanos los creadores del método científico experimental. Con el tiempo, la cultura moderna ignoró sus raíces cristianas e incluso se volvió contra su propio origen: deísmo, agnosticismo, ateísmo, antiteísmo (cristofobia). La modernidad arrogante y confiada en el progreso piensa que todo es posible y que todo está permitido. Supone que la ciencia salvará al hombre y que la religión desparecerá por sí sola.

Pero la secularización no ha dado el resultado esperado: aunque haya perdido notable vigencia a la hora de inspirar leyes y conductas, la religión mantiene su presencia. Estados Unidos, el país más avanzado del mundo, tiene también la mayor densidad de templos por habitante. Y la cultura moderna que pensaba instaurar el paraíso en la tierra ha visto cómo aparecían infiernos tenebrosos (Holocausto, Gulag), que han hecho del siglo XX el más sangriento de la historia. El cristianismo firmó la paz con la modernidad --protestantismo liberal del siglo XIX, concilio Vaticano II en el ámbito católico-- y acepta las reglas del sistema democrático. Sabe que su visión del hombre y de la sociedad es una más en el “mercado” y que tiene que convencer con argumentos racionales y con el testimonio de la propia vida.

El Islam, en cambio, tiene pendiente esta asignatura. De ahí, por ejemplo, las dificultades para implantar la democracia y los derechos humanos en los países musulmanes. La lectura literal del Corán, la hostilidad hacia Occidente y un contexto social apropiado explican la aparición de grupos terroristas con potencial para desestabilizar nuestras sociedades. ¿Seremos capaces de reaccionar?



                                            Alejandro Navas
            Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra

                                Pamplona, 9 de enero de 2015

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