ISLAM Y
CRISTIANISMO FRENTE A LA
MODERNIDAD
El
terrible atentado contra la redacción de Charlie
Hebdo en París ha reabierto el debate sobre el papel de la religión en la
sociedad moderna. Algunos han denunciado la “inevitable” deriva totalitaria de toda creencia dogmática, pues alegan que quien
acepta la existencia de una verdad absoluta se convertiría, una vez conseguido
el poder, automáticamente en un déspota
intolerante. Sostienen que una sociedad abierta, ilustrada, exigiría por el
contrario la renuncia a toda verdad. Para mantener el orden social bastaría con
adoptar determinados procedimientos. En política, el voto; los ciudadanos
elegirán así al gobernante de turno. En economía corresponderá al mercado
decidir qué bienes y servicios se producen y a qué precio. Para fijar lo justo
estarán el parlamento y los jueces: lo bueno y valioso es lo que los
parlamentos legislan y los jueces aplican en sus sentencias. Nada hay absoluto,
válido para siempre: ni gobernantes, ni bienes económicos, ni leyes. La opinión
pública manda y se trata de algo cambiante, que evoluciona con el tiempo. Los
procedimientos mencionados permiten adaptarse sin especiales problemas a las
nuevas circunstancias. Es la misma ciudadanía quien vota, compra y vende y
elige a los parlamentarios (y, en algunos casos, a los jueces). La democracia representativa
nos ha proporcionado así unas cotas de libertad y bienestar nunca vistas en la
historia.
En
toda sociedad hay que solucionar de alguna manera la relación entre religión y
política. Dios y el gobernante desempeñan funciones similares: ordenar –el
universo, la propia sociedad--, legislar, sancionar. No sorprende que desde la
más remota antigüedad el soberano se haya revestido de carácter divino. Reyes y
emperadores eran como los representantes de Dios en la tierra.
La
relación entre ambos poderes en el Occidente cristiano se condensa en una frase
del Evangelio: “Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.
Se establecen así dos ámbitos bien diferenciados. Sus relaciones mutuas
adquirieron en el curso de la historia formas variadas, desde la cooperación
hasta la confrontación. Es verdad que el cristiano considera que “hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres”, pero afirma igualmente que “todo
poder viene de Dios”, aunque sea mediado por la soberanía popular. Los primeros
cristianos obedecían al emperador y rezaban por él. Tan solo se negaban a
ofrecerle sacrificios como si fuera un dios. Nada impide que el cristiano sea
un buen ciudadano.
La
solución practicada en el Islam es diferente: en el monoteísmo islámico, Dios y
el César son uno. No hay esfera civil independiente del poder religioso. El
libro sagrado, el Corán, es también código civil. La sharía precede y se impone
a cualquier legislación positiva, incluidos los mismos derechos humanos, cuya
declaración los países musulmanes suscribieron a regañadientes.
En
ocasiones se presenta a la modernidad occidental como enfrentada a la religión.
Correlato necesario del avance científico y democrático habría sido la
marginación de lo religioso, recluido en todo caso al ámbito privado. La
sociedad habría podido progresar de modo fulgurante una vez soltado el lastre
religioso. Esta visión olvida que la Ilustración tiene unas inequívocas raíces
cristianas. Su logro más brillante, la ciencia moderna, solo pudo darse en un
contexto cristiano: el cristianismo desacraliza los fenómenos naturales, que se
convierten entonces en objeto de análisis y de experimentación al servicio del
hombre. No sorprende que fueran justamente monjes franciscanos los creadores
del método científico experimental. Con el tiempo, la cultura moderna ignoró
sus raíces cristianas e incluso se volvió contra su propio origen: deísmo,
agnosticismo, ateísmo, antiteísmo (cristofobia). La modernidad arrogante y
confiada en el progreso piensa que todo es posible y que todo está permitido. Supone
que la ciencia salvará al hombre y que la religión desparecerá por sí sola.
Pero
la secularización no ha dado el resultado esperado: aunque haya perdido notable
vigencia a la hora de inspirar leyes y conductas, la religión mantiene su
presencia. Estados Unidos, el país más avanzado del mundo, tiene también la
mayor densidad de templos por habitante. Y la cultura moderna que pensaba
instaurar el paraíso en la tierra ha visto cómo aparecían infiernos tenebrosos
(Holocausto, Gulag), que han hecho del siglo XX el más sangriento de la historia.
El cristianismo firmó la paz con la modernidad --protestantismo liberal del
siglo XIX, concilio Vaticano II en el ámbito católico-- y acepta las reglas del
sistema democrático. Sabe que su visión del hombre y de la sociedad es una más
en el “mercado” y que tiene que convencer con argumentos racionales y con el
testimonio de la propia vida.
El
Islam, en cambio, tiene pendiente esta asignatura. De ahí, por ejemplo, las dificultades
para implantar la democracia y los derechos humanos en los países musulmanes.
La lectura literal del Corán, la hostilidad hacia Occidente y un contexto
social apropiado explican la aparición de grupos terroristas con potencial para
desestabilizar nuestras sociedades. ¿Seremos capaces de reaccionar?
Alejandro Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
Pamplona, 9 de enero de 2015
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