Nueve
de julio de 2015. El Gobierno chino comenzó ese día las detenciones de
activistas y defensores de los derechos humanos, en una campaña que marcó el endurecimiento
de la política oficial ante las voces críticas. Esa operación, que dura hasta
el día de hoy, se bautizó como “la 709” ,
en recuerdo del día de su inicio. Ha habido muchas detenciones, y los
tribunales van juzgando a los acusados. Los procesos constituyen una farsa,
pero incluso un Estado tan prepotente como el chino se ve obligado a guardar
ciertas apariencias ante la opinión pública internacional. Bastantes de los
activistas procesados son conocidos, dentro y fuera del país, y diversos
observadores siguen de cerca el desarrollo de los juicios, que el Gobierno no
puede mantener secretos. La administración judicial suele aprovechar los días
navideños, en los que Occidente baja la guardia y celebra sus fiestas en
familia, para hacer públicas las sentencias de los acusados más famosos. En esta
ocasión, los “agraciados” han sido Wu Gan y Xie Yang.
El
bloguero Wu Gan ha sido condenado a ocho años de prisión, la pena más alta
impuesta hasta ahora por ese tipo de delito. En la fundamentación de la
sentencia se dice que “Wu ha sacado a la luz casos judiciales delicados, con la
excusa de defender la justicia pero con el propósito último de desacreditar a
los organismos estatales y atentar contra el sistema socialista”. Wu hizo saber
en agosto, a través de su abogado, que contaba con un castigo duro, pues se
había negado a reconocerse culpable ante las cámaras de la televisión, en un
programa que iba a tener difusión nacional. Al conocer la sentencia, Wu ha
guardado la compostura y, parafraseando unas palabras del Presidente Xi
Jinping, declaró: “Me mantendré fiel a nuestros principios, me remangaré los
brazos y me esforzaré más todavía”. Todo un ejemplo de fortaleza e integridad.
Xie
Yang es un abogado conocido por su lucha a favor de los derechos civiles. Fue
detenido precisamente el día de Navidad de 2016, noticia que tardó un mes en
saberse: en regímenes como el chino, los elementos molestos suelen desaparecer
sin más. Ahora ha sido condenado tan solo a dos años de cárcel: el tribunal ha
tenido en cuenta que, a pesar de haber instigado a la subversión, ha reconocido
su culpa y ha manifestado arrepentimiento. Así, “no ha ocasionado ningún daño
social de entidad”. Xie había adquirido
notoriedad como abogado defensor en varios juicios políticos sensibles. Su
trabajo trascendió más allá de las fronteras; por ejemplo, llegó a reunirse con
Angela Merkel y con su ministro de Asuntos Exteriores, Sigmar Gabriel. No sorprende que se le haya acusado de
“colaborar con potencias extranjeras enemigas”, pues se trata de la cantinela
que repite el Gobierno chino con los activistas conocidos fuera del país. Los
órganos de expresión afines al poder han dedicado un espacio notable al caso de
Xie, algo insólito, ya que no suelen hacerse eco de los juicios a opositores.
Han subrayado que el reo se ha arrepentido públicamente de sus desvaríos y que
está agradecido por la suavidad del castigo. Resaltan igualmente que su
confesión no fue arrancada a la fuerza y descartan con vehemencia que haya sido
torturado. No conocemos las interioridades de este proceso, pero supongo que lo
más prudente será desconfiar de la versión oficial.
Sociólogos
y politólogos han trabajado durante años con la presunción de que las
libertades constituyen un único paquete, de forma que, como las cerezas, unas
tiran de las otras. Si un gobierno dictatorial o autoritario liberaliza la
economía y la cultura, por ejemplo, será inevitable que la gente, una vez
adquirido el gusto por la libertad, acabe reclamando también libertad política
y democracia. Así ocurrió con la
España de Franco o el Chile de Pinochet. Cuando la ciudadanía
se ha acostumbrado a viajar, a comerciar y a leer, la exigencia de democracia
resulta imparable y la dictadura tiene los días contados. China parecía el
laboratorio ideal para verificar esa tesis: el país más poblado del mundo abre
la puerta al capitalismo salvaje y pretende a la vez mantener la dictadura del
Partido Comunista. Muchos esperábamos que el pueblo chino iba a exigir de modo
incontenible la democracia como correlato del mercado, pero nos hemos visto
defraudados: la exigencia de libertad política está resultando francamente
minoritaria. Ni siquiera las redes sociales, promesa de libertad para opinar y
debatir, están consiguiendo molestar al régimen, que controla Internet de modo
refinado e implacable. Por eso es más necesario hacer eco a luchadores como Wu
Gan y Xie Yang.
Si
el Gobierno chino aprovecha la pausa navideña para intensificar la represión,
tenemos la obligación moral de no seguirle el juego. Dar a conocer la suerte de
sus víctimas es el mínimo de solidaridad que podemos ofrecerles.
Alejandro
Navas
Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
Pamplona, 1 de enero de
2018
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