Jesús
el día de sábado como todo buen israelita, va a la sinagoga. Ahora, por tener
30 años, además de leer, podía comentar lo leído. Jesús habla y enseguida se da
cuenta la gente que no explica como lo hacían los escribas y letrados. Se
maravillan de su doctrina. Esta puede ser nuestra primera reflexión hoy: el asombro
de la gente ante la predicación de Jesús. El asombro todavía no es la fe,
pero puede ser el comienzo. Es importante asombrarse o suscitar el asombro ante
la lectura del evangelio. Dice un autor: “Un cristianismo convencional es el
producto de una generación que ha perdido la capacidad de asombrarse ante el
Evangelio”. En realidad el evangelio pasa casi siempre “sin pena ni gloria”. La
mayoría de la gente no conecta con el evangelio y por eso no se asombra. Quizá
sea porque los que lo enseñan lo hacen al estilo de los escribas y letrados y
no al estilo de Jesucristo.
¿Y
cómo enseñaban los letrados? Pues lo hacían por oficio, repetían lo que ellos
habían aprendido antes. Ellos predicaban sobre todo la letra de la ley, mas se
olvidaban del espíritu. Jesús enseñaba con autoridad. Enseñar con
autoridad no es lo mismo que enseñar autoritariamente. Era como una lámpara que
da luz, pero no se impone. No mandaba caer fuego sobre los que no le
escuchaban. Hablaba dando testimonio. Lo
manifestaba porque se notaba que creía profundamente en el mensaje que
transmitía y que amaba a la gente y vivía los problemas de la gente. Sus
palabras son sencillas, con un lenguaje que todos entienden, pero se nota la
verdad y sinceridad. Y autoridad sobre todo porque sus obras correspondían a la
verdad de sus palabras. Sus palabras brotaban de una experiencia profunda: su
unión con el Padre. Este es el gran ejemplo que hoy nos enseña a todos, si
queremos predicar la Palabra
de Dios. Lo primero será empaparnos de esa palabra haciéndola vida en nosotros.
El
evangelio no nos dice aquí de qué hablaba Jesús. Hoy quiere testimoniar esta
autoridad. Y destaca más esta autoridad por su palabra que por el mismo milagro
que realiza reforzando más esa autoridad. Había un hombre poseído de un
espíritu impuro. Esta palabra quiere significar algo opuesto a Dios que es el
“santo”. Solía ser una enfermedad interna. En el evangelio de Marcos aparece
con frecuencia esta lucha de Jesús contra las fuerzas del mal, simbolizadas en
el demonio. Jesús ahora y en otras ocasiones manifiesta su divinidad venciendo
a las fuerzas del mal. También los cristianos continuamos en esta lucha. El
demonio se manifiesta hoy en ideas contrarias al Reino de Dios, como es el
relativismo, el ateismo, el afán de placer, de dominio y de riqueza. Podemos
vencer cuanto más unidos estemos con Jesucristo.
Aquel
hombre empieza a gritar y Jesús le hace callar. Parece como que alaba a Jesús,
pero de hecho está sembrando la confusión. Eso es lo que sigue haciendo el mal
entre nosotros. La confusión era tener a Jesús públicamente por el Mesías.
¿Pero qué mesías? Para la gente el Mesías debía ser un guerrero y dominador.
Jesús es el que nos enseña sobre todo el amor y Mesías es el que se pone al
servicio de todos.
En
la primera lectura de hoy, en el libro del Deuteronomio o segunda ley, se habla
del profeta que Dios va a suscitar. Eran tiempos en que había falsos
profetas, que se llamaban portadores de la palabra de Dios, pero en realidad
sólo llevaban palabras humanas: servían a intereses mundanos, a sistemas de
opresión. El verdadero profeta no es principalmente porque anuncie algo, sino
porque sus palabras y los hechos de su vida dan testimonio de la verdadera
palabra de Dios. Esto es lo que veía la gente en las palabras de Jesús. Jesús
con este milagro libera a aquel hombre no sólo de un mal físico, sino sobre
todo de ideas que le esclavizan. Así predicaba la liberación de tantas normas y
leyes externas, que no tenían un espíritu de amor, comenzando por la ley
atenazante del sábado. Jesús quiere que colaboremos en liberar de la mentira,
del odio y la ignorancia y de tantos males externos. Todo con la ayuda de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario