jueves, 8 de septiembre de 2016

Hoy celebramos la fiesta de la natividad María. En el siglo V, en la Iglesia en Jerusalén, se dedicó una basílica en lugar donde la tradición situaba el nacimiento de la Virgen María. Esta fiesta es importante porque nos recuerda a todos cómo Dios ha preparado a la que sería madre de su Hijo. Dios no improvisa, desde toda la eternidad estaba todo previsto. Elegida para una misión muy especial “antes de la constitución del mundo” y en función de ese designio preparó todas las cosas, preparó el nacimiento de María.
También a nosotros nos ha elegido Dios “antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e inmaculados ante Él por el amor; y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo” (Efe. 1,4-5) ¡Antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser santos! Primero nos ha elegido y después nos ha creado para cumplir esa llamada. Es muy importante caer en la cuenta que la elección precede a nuestra existencia, es más, determina la razón de ser de nuestra existencia. “Podemos decir que Dios ‘primero’ elige al hombre, en el Hijo eterno y consubstancial, a participar de la filiación divina, y sólo ‘después’ quiere la creación, quiere el mundo” (J.P. II, Discurso, 28-V-1986, nº 4). Dios no nos elige en función a méritos adquiridos. Es justamente al revés. “La vocación de cada uno – dice Juan Pablo II – se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” (A los aspirantes al sacerdocio, Porto Alegre, 5-VII-1980.).
Además, esta elección, esta vocación es una llamada irrevocable. Dios no se echa atrás en la elección. “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm. 11,29). Nosotros podemos decidir vivir al margen de esa elección de Dios ¡pero no se puede suprimir! Por ello, cuando no nos empeñamos en seguir esa llamada, siempre que no luchamos por corresponder a esa elección de Dios, experimentamos esa inquietud en el alma. Hemos sido pensados y creados con la capacidad para manifestar la santidad de nuestro ser en nuestro obrar (cf. Juan Pablo II, Christi fideles laici. nº 16). San Pablo no deja amonestar a todos los cristianos para que vivan “como conviene a los santos” (Ef. 5, 3). Por ello no es verdad cuando digo ¡no puedo! ¡No es verdad, porque Dios nos ha pensado, querido y creado para ser santos! Cuando decimos no puedo, esto es superior a mis fuerzas,…; se pregunta el Papa San Juan Pablo II “¿pero cuáles son esas concretas posibilidades del hombre? ¿De qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido?” (Alocución”, 1-III-1984).

La santidad requiere nuestra colaboración, nuestra respuesta a la gracia. La historia de cada uno no está escrita de antemano. Los santos no lo han sido inexorablemente. La santidad no es algo insólito, sino lo normal en la vida de un bautizado. Para alcanzar la perfección, dice santa Teresa, “importa mucho, y el todo, (…) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo” (Santa Teresa de Jesús, “Camino de perfección”, 35, 2).

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