Hoy celebramos la fiesta de la natividad
María. En el siglo V, en la Iglesia en Jerusalén, se dedicó una basílica en
lugar donde la tradición situaba el nacimiento de la Virgen María. Esta fiesta
es importante porque nos recuerda a todos cómo Dios ha preparado a la que sería
madre de su Hijo. Dios no improvisa, desde toda la eternidad estaba todo
previsto. Elegida para una misión muy especial “antes de la constitución del
mundo” y en función de ese designio preparó todas las cosas, preparó el
nacimiento de María.
También a
nosotros nos ha elegido Dios “antes de la constitución del mundo, para que
seamos santos e inmaculados ante Él por el amor; y nos predestinó a ser sus
hijos adoptivos por Jesucristo” (Efe. 1,4-5) ¡Antes de la creación del mundo,
nos ha destinado a ser santos! Primero nos ha elegido y después nos ha creado
para cumplir esa llamada. Es muy importante caer en la cuenta que la elección
precede a nuestra existencia, es más, determina la razón de ser de nuestra
existencia. “Podemos decir que Dios ‘primero’ elige al hombre, en el Hijo
eterno y consubstancial, a participar de la filiación divina, y sólo ‘después’
quiere la creación, quiere el mundo” (J.P. II, Discurso, 28-V-1986, nº 4). Dios
no nos elige en función a méritos adquiridos. Es justamente al revés. “La
vocación de cada uno – dice Juan Pablo II – se funde, hasta cierto punto, con
su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa”
(A los aspirantes al sacerdocio, Porto Alegre, 5-VII-1980.).
Además, esta
elección, esta vocación es una llamada irrevocable. Dios no se echa atrás en la
elección. “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rm. 11,29).
Nosotros podemos decidir vivir al margen de esa elección de Dios ¡pero no se
puede suprimir! Por ello, cuando no nos empeñamos en seguir esa llamada,
siempre que no luchamos por corresponder a esa elección de Dios, experimentamos
esa inquietud en el alma. Hemos sido
pensados y creados con la capacidad para manifestar la santidad de nuestro ser
en nuestro obrar (cf. Juan Pablo II, Christi
fideles laici. nº 16). San Pablo no deja amonestar a todos los cristianos
para que vivan “como conviene a los santos” (Ef. 5, 3). Por ello no es verdad
cuando digo ¡no puedo! ¡No es verdad, porque Dios nos ha pensado, querido y
creado para ser santos! Cuando decimos no puedo, esto es superior a mis
fuerzas,…; se pregunta el Papa San Juan Pablo II “¿pero cuáles son esas
concretas posibilidades del hombre? ¿De qué hombre se habla? ¿Del hombre
dominado por la concupiscencia o del hombre redimido?” (Alocución”, 1-III-1984).
La santidad
requiere nuestra colaboración, nuestra respuesta a la gracia. La historia de
cada uno no está escrita de antemano. Los santos no lo han sido
inexorablemente. La santidad no es algo insólito, sino lo normal en la vida de
un bautizado. Para alcanzar la perfección, dice santa Teresa, “importa mucho, y
el todo, (…) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta
llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que
trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en
el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda
el mundo” (Santa Teresa de Jesús, “Camino de perfección”, 35, 2).
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