El otro día veía un capítulo de una serie de
televisión. En el mostraban irónicamente la actitud de unos padres ante la
directora del colegio de su hijo. Esta les había llamado para hablar sobre su
hijo y estos se preguntaban para qué, porque no tenían ningún interés en acudir
a la cita. Estaban demasiado ocupados y ya tenían demasiados problemas para
perder el tiempo.
El problema es que su hijo
llevaba sin ir a clase tres meses y ni se habían dado cuenta. El episodio era
bastante sorprendente por la actitud sui géneris de los personajes: todos
intentan eludir su responsabilidad ante los hechos, especialmente los padres que
no están ejerciendo su misión. El hijo y los padres han sido pillados por la
directora cuando menos se lo esperaban y se enfrenta a una expulsión del
colegio.
Esta advertencia que Jesús
hace en el pasaje del evangelio de hoy para evitar abandonar la misión que
tenemos en nuestra vida, nuestras responsabilidades. San Pablo nos ayuda a caer
en la cuenta en la primera lectura de quienes somos, de la misión y sentido de
nuestras vidas, como de todo lo que hemos recibido y recibimos para llevarlo a
cabo. Es una pena que nos dejemos engañar por el egoísmo, lo fácil y lo
inmediato, y nos dejemos llevar por estas actitudes, abandonando nuestras
tareas más importantes, y sobre todo, nuestras responsabilidades. Y lo peor de
todo es que cuando nos pillan, la soberbia y la cobardía nos llevan a la
infantilidad de echarle la culpa al “otro”. Es tremendo, pero cierto. Lo vemos
todos los días en la televisión, en los famosos, en los gobernantes, en el
trabajo, en la familia, en nuestro alrededor, quizás, en nosotros.
Jesús nos llama a la responsabilidad de administrar
nuestra vida conforme a la voluntad de Dios y no a la de otros. De amar a Dios
con nuestra vida, obedeciéndole, y llevar a cabo la misión que se nos
encomienda con entrega plena, alegría y sin bajar la guardia. No debemos dejar
al mal que meta baza y no debemos abandonar en ningún momento nuestras
responsabilidades. El Señor nos ayuda, enseñándonos a ser personas, maduras y
adultas, cada uno con nuestro lugar en el mundo, con nuestra misión dada por
Dios, que no se nos olvide, y que es importante para su plan de salvación. Esto
es estar preparados, siendo “criados fieles y prudentes”. Así nos realizamos y
avanzamos hacia la felicidad, porque como dice el Señor «bienaventurado ese
criado, si el señor, al llegar, lo encuentra portándose así».