Hoy se pone a
nuestra consideración el principio del cuarto evangelio, el de san Juan. Es un
comienzo muy diferente al de los otros evangelistas. Hoy san Juan nos habla del
nacimiento de Jesús; pero de forma diferente. No cuenta los hechos según la
historia: no hay niño ni madre, ni pastores ni cántico de ángeles; pero sí
habla de luz que ilumina las tinieblas y de gloria de Dios que podemos
contemplar, y sobre todo de la
Palabra , que se hace carne, de Dios que pone su tienda entre
nosotros, del Señor que es aceptado por unos y rechazado por otros. Es lo que
se llama una historia en plan teológico.

A veces se traduce:
“Y se hizo hombre”. Y está bien, porque en nuestra lengua la carne es sólo una
parte del ser humano; pero en la lengua hebrea no era así, sino que “carne” era
la expresión de toda la verdadera naturaleza humana; sobre todo en el sentido
de debilidad. Dios se hizo en verdad un ser humano con todas sus debilidades.
Lo único que no podía tener era el pecado. Por eso era la luz que brilla en
medio de las tinieblas. Si se piensa profundamente nos puede parecer demasiado
hermoso para ser cierto. Pero esto es lo que proclama nuestra fe y hoy de una
manera especial: Que Dios no es como muchos creían un Dios lejano, al que no se
le podía llegar, sino que está tan cerca que ha venido a habitar entre
nosotros. Quizá el evangelista, cuando decía estas expresiones, estaba pensando
en algunos herejes que decían que Jesús, Palabra de Dios, era sólo una
apariencia, una sombra o un fantasma. Pero nos dice que Jesús, que es Dios, es
un ser humano verdadero. Todos le pueden ver y tocar.
Otra de las
falsedades que quería delatar el evangelista era el de algunos discípulos de
Juan Bautista, que todavía seguían diciendo que el Bautista era superior a
Jesús. Hoy se nos muestra a Jesús como luz que ilumina a todos, también al
mismo Bautista, porque es Dios mismo. Así también la Iglesia , el papa, los
obispos y sacerdotes son sólo precursores o intermediarios. Nuestra finalidad
es acoger a Jesús y recibirle plenamente para que nos ilumine a todos.
Y “acampó” entre
nosotros. Acampar no es lo mismo que instalarse, residir o asentarse, sino es
vivir nuestra propia vida de “peregrinos hacia la casa de Dios”, es vivir
nuestra misma pobreza y debilidad. Y lo terrible, pero grandioso, es que nos
deja en total libertad para aceptarle o no aceptarle. El evangelista dice que
“vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron”. A veces pensamos en la
posada y las casas de Belén; pero tiene un sentido más profundo y más amplio,
que nos toca también a nosotros, si le cerramos la puerta de nuestro corazón. A
veces somos demasiado orgullosos para ver a Dios: No queremos recibir a Aquel
que viene a su propiedad, porque tendríamos que transformarnos de modo que sea
Él el verdadero dueño de nuestro ser.
Pero alegrémonos,
porque, si le recibimos, nos da su gracia y nos hace hijos de Dios. Jesús es
Dios que sale al encuentro del ser humano, para que nosotros podamos ir a su
encuentro. Creer es ver a Dios, y ver a Jesús es “ver al Padre”. Por esta fe,
que es entrega a su amor, nos transformamos y vivimos como hijos de Dios. ¡Que
de su plenitud recibamos la gracia y la verdad y el amor!
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