Estaba
Jesús en disputas sobre asuntos religiosos con fariseos y últimamente con
algunos saduceos. Un escriba que estaba observando las buenas respuestas de
Jesús, se anima a preguntarle algo importante. Esta vez la pregunta es sincera
y por lo tanto merece no sólo una respuesta clara de Jesús, sino hasta un
elogio porque entendía lo que Jesús le estaba diciendo. Para nosotros esta
inquietud de aquel escriba nos sirve para saber qué es lo que pensaba Jesús
sobre el mandamiento más importante.
La
inquietud del escriba tenía su razón de ser, pues los maestros judíos tenían
613 preceptos y entre ellos disputaban sobre cuáles eran los más importantes.
También en la Iglesia
tenemos 1752 cánones en nuestras leyes; pero Jesús nos enseña hoy cuál es lo
principal para ser discípulos suyos. Y lo principal es el amor. Ya
estaba en el Antiguo Testamento que el primer mandamiento es amar a Dios, y no
de cualquier manera, sino con todo el corazón. También se decía que había que
amar al prójimo; pero Jesús nos quiere hacer ver la unidad que debe existir
entre estos dos amores, que son sólo un amor. De modo que no hay verdadero amor
a Dios si no se ama al prójimo, como tampoco hay verdadero amor al prójimo si
no se ama a Dios.
De
hecho el amor es el sentimiento más profundo del ser humano. Alguno puede
preguntarse: ¿Entonces porqué se nos manda? Porque el amor no es espontáneo,
sino que requiere nuestra colaboración, debemos poner a su servicio nuestra
capacidad de pensamiento, de afecto, de acción. El amor necesita nuestra
atención y fuerza porque puede ser débil y necesita crecer y desarrollarse como
una plantita. Muchas veces está viciado por el egoísmo y la propia
satisfacción. Tenemos la tendencia de “usar” a los demás para nuestro beneficio
en vez de amarles, miramos más lo que nos satisface a nosotros que lo que les
satisface a ellos. Por eso el amor en nosotros tiene que purificarse
continuamente.
Amar
a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas indica una plenitud de amor:
Con todo el ser, todo el día, toda la vida. Dios les dio este mandamiento a los
israelitas, porque al tener contacto con las naciones paganas, superiores
muchas veces en poder, riqueza y cultura, se sentían deslumbrados por sus
ídolos, alejándolos del Dios verdadero que les había sacado de Egipto. Hoy
también hay muchas personas que se dejan llevar de los ídolos que les
proporcionan bienestar material, placer, comodidad, y se apartan de su ser
espiritual y su salvación eterna. Es la gran tentación para muchos cristianos.
Sin embargo Dios es el que nos ha creado, quien nos ha redimido y nos enseña el
camino de nuestra verdadera felicidad y paz.
¿Cómo
podemos manifestar nuestro amor a Dios?: Dándole el culto debido con actos
especiales, en la oración y la alabanza, pero sobre todo a través del trabajo
bien hecho, del cumplimiento de los deberes en la familia y en la sociedad, con
nuestro porte exterior, digno de un hijo de Dios... y con el amor al
prójimo.
Amar
al prójimo es amar a todos; pero especialmente al que está más próximo: en
casa, en el trabajo o en el colegio. Quizá la persona con quien se convive, que
se nos hace más difícil. Recordemos que para Jesús no bastaba (que ya es mucho)
con lo que decía el Ant. Testamento: “No hagas a los demás lo que no quieres
que te hagan a ti”, sino que lo formuló en sentido positivo, que es mucho más:
“Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti”. Debemos ver a Cristo en el
prójimo. Porque repito otra vez: No basta amar a Dios sin amar al prójimo, como
tampoco basta amar al prójimo sin amar a Dios. Si nuestra meta es amar a Dios,
amaremos a los que nos son simpáticos y a los que son menos, porque todos son
hijos de Dios. Amar a los demás no es sólo no hacer daño, sino ayudarles, acogerles,
perdonarles. Alimentaremos el amor en la
oración, en los sacramentos, en la lucha por superar los defectos, en
mantenernos en la presencia de Dios a lo largo del día.
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