lunes, 19 de junio de 2017

Domingo de la Santísima Trinidad A-2017: Jn. 3, 16-18

                    
   Es bueno comenzar hoy con el saludo con que comienza siempre la misa y que termina el apóstol san Pablo en su 2ª carta a los Corintios y hoy nos trae la 2ª lectura: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros”. Hoy nos fijamos en la naturaleza de Dios y celebramos la grandeza que El mismo ha querido revelarnos de su ser, que redunda en nuestra propia grandeza. Sabemos bien que Dios es Uno y sólo puede ser uno; pero son tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto es un misterio tan grande que supera la capacidad de nuestra inteligencia. Por lo menos debemos entender que Dios es tan grande que puede haber en El cosas que superan nuestro entender.
A través de la historia Dios ha ido revelando cómo es El. Pasa como en el entender, que con la edad vamos comprendiendo más las cosas. Así Dios en el Ant. Testamento dio a conocer ante todo la Unidad de su ser, para diferenciarse de los muchos dioses que solían tener los humanos. También fue revelando que es increado, a diferencia de las cosas creadas. También que es inmenso, eterno y todopoderoso. Poco a poco se iba revelando como un Padre, que atiende a su pueblo. Pero con Jesús “se derramó plenamente la gracia” revelándonos el amor de Dios hasta hacerse hombre para salvarnos y venir el Espíritu Santo para darnos la verdadera vida y poder ser nosotros templos de la Santísima Trinidad.
Esta es la gran verdad que Jesús nos enseñó y hoy se realza al celebrar a Dios en este maravilloso misterio de la Trinidad: Dios es amor. Y porque es amor, es el ejemplo para nosotros. Hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”. Por lo tanto cuanto más crezcamos en el verdadero amor, más seremos imagen y semejanza de Dios. Amor puro y noble, que es saber olvidarse de sí mismo, renunciar al propio egoísmo, para pensar en el bien y en la felicidad de la persona amada. Dios se manifiesta como un Padre bueno o la más tierna de las madres. Y porque nos ama, quiere hacernos partícipes de su misma vida divina; quiere lo mejor para nosotros, que es sobre todo la salvación eterna.
Esto es lo que nos quiere decir el evangelio de hoy: Porque nos ama, Dios Padre nos entrega a su Hijo para salvarnos. Este amor es para cada uno de nosotros un amor entregado y universal, aunque se fija principalmente en el débil. Ya lo había dicho en el Ant. Testamento, como lo dice la 1ª lectura: “Dios es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia y lealtad”. Todo esto contrasta con la infidelidad del pueblo que llegó a adorar al becerro de oro.
El hecho de que Dios es amor es lo que nos hace atisbar un poco este misterio de la Trinidad. Porque el amor nunca es soledad ni aislamiento, sino que es comunión, cercanía, diálogo y alianza. Y si esto es respecto a nosotros, es porque primeramente lo es en Dios mismo. Hay muchas caricaturas de Dios: Algunos lo ven sólo dentro de sus ideas con un vacío moral que no llena las vivencias del corazón. Y esto les lleva a un materialismo ateo. Para otros es como el dios de los fariseos, muy legalista y utilitario. Para otros es un dios espiritualista sin relación con las necesidades ajenas. Para nosotros Dios es sobre todo amor, que lo es en sí y nos debe impulsar a imitarle.
En este día, cuando hagamos la señal de la cruz diciendo: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, nos acordemos de que es Amor, se lo agradezcamos y nos comprometamos a tratar a los demás con mayor amor. Para que este amor con los demás sea noble y sincero, debemos fomentar nuestro amor con Dios, que puede ser dirigido a Dios Padre, que nos ha creado, o dirigido a Dios Hijo, Jesucristo, que vivió con nosotros, que resucitó y nos espera en el cielo, o al Espíritu Santo, que vive en nuestro corazón y nos da el aliento de vivir en la paz y la alegría cristiana.


Domingo. Fiesta de la Eucaristía A-2017: Jn 6, 51-59.


La Eucaristía es el centro y la cumbre de nuestra fe. Siempre que los cristianos nos reunimos en la Eucaristía celebramos un gran misterio, la entrega de Jesucristo a su Padre para nuestra redención. La Eucaristía es también poder recibir como alimento espiritual el mismo Cuerpo de Jesús; y es también sentir la presencia real de Jesús entre nosotros. Esta presencia es lo que celebramos principalmente en esta fiesta del Corpus, o “del Cuerpo y la Sangre de Jesús”.
Durante los primeros siglos del cristianismo Jesús en la Eucaristía, después de la misa, se guardaba de una manera privada. Se hacía para que sirviera de viático  a los enfermos. Por el año mil o poco antes hubo varios herejes que decían que Jesús no estaba realmente presente en la Eucaristía después de la misa, sino sólo en símbolo. Desde entonces la Iglesia fomentó la adoración privada y solemne, haciendo sagrarios hermosos y custodias para la adoración, hasta que por fin se instituyó esta fiesta del Corpus, precisamente para fomentar la adoración eucarística.
La ocasión fue un famoso milagro. Siempre ha habido milagros que han confirmado esta verdad, muchas veces ocasionados por dudas de fe o por sacrilegios. Era el año 1264 cuando un sacerdote, que dudaba de la presencia eucarística de Jesús, fue a Roma, a la tumba del apóstol san Pedro, a pedir robustecimiento de su fe. Al pasar por Bolsena y celebrar la misa, la Sagrada Forma comenzó a destilar sangre hasta quedar completamente mojado el corporal. El papa Urbano VI, que estaba en Orvieto, ciudad cercana, cuando comprobó el milagro, instituyó la fiesta del Corpus y encargó los himnos de la fiesta a Sto. Tomás de Aquino. Los hizo hermosos como el “Tantum ergo”. Aquellos corporales se conservan aún en la catedral de Orvieto.
La Eucaristía no es sólo para que adoremos a Jesucristo, sino para que nos sirva de alimento espiritual. Hoy en el evangelio se nos recuerdan aquellas palabras de Jesús: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. Los judíos no lo entendían. Tampoco hoy los que no tienen fe entienden que Jesús ha venido del cielo para saciar los anhelos del corazón, el hambre que otros panes no lo pueden hacer como es el dinero, el sexo, el consumismo, la fama, el poder. Jesús, con sus palabras y gestos, con su propuesta del Reino y la Alianza, da pleno sentido a la existencia humana.
Algo muy importante en la Eucaristía, como nos señala san Pablo en la segunda lectura de hoy, es el ser signo y compromiso de unidad. El comer el Cuerpo de Cristo expresa el hondo sentido de una fe comprometida por la unidad, la fraternidad, el amor, la solidaridad, la entrega a los hermanos por Cristo. Por eso la comunión no es un rito o una devoción individual, sino que tiende a la unidad y universalidad, porque al comulgar “formamos un solo cuerpo”. Al comer dignamente el pan de la Eucaristía nos alimentamos del mismo Dios. Por eso, como fruto, debemos vivir más como Dios, que es misericordioso, solidario, paciente, entregado. Los alimentos, por ser organismos inferiores a nosotros, se transforman en nuestro cuerpo; pero Jesús, “el pan de vida”, por ser superior, hace que nosotros nos podamos transformar en El.

Donde hay pan partido y compartido, hay mucho de Dios. Dios quiso valerse del pan para significar su amor a los hombres. Por todo ello hoy es día de la caridad. Si se comulga dignamente y uno busca asemejarse a Cristo, tiene que estar uno dispuesto a dejarse comer en el servicio a los hermanos. De una persona que es buena se suele decir que es tan buena como el pan, porque el pan se deja comer, y nos fortalece y nos hace crecer. Que esta fiesta del Corpus nos aumente nuestra fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Que cada vez que entremos en una iglesia, donde está el Santísimo, nuestra fe nos impulse a una sentida y piadosa adoración, acrecentada hoy si le acompañamos en la procesión, y que crezca con el alimento de la comunión, que nos impulse a ser fermento de unidad en la Iglesia.

jueves, 8 de junio de 2017

9ª semana, tiempo ordinario. Jueves-2017: Mc 12, 28b-34

                           
Estaba Jesús en disputas sobre asuntos religiosos con fariseos y últimamente con algunos saduceos. Un escriba que estaba observando las buenas respuestas de Jesús, se anima a preguntarle algo importante. Esta vez la pregunta es sincera y por lo tanto merece no sólo una respuesta clara de Jesús, sino hasta un elogio porque entendía lo que Jesús le estaba diciendo. Para nosotros esta inquietud de aquel escriba nos sirve para saber qué es lo que pensaba Jesús sobre el mandamiento más importante.
La inquietud del escriba tenía su razón de ser, pues los maestros judíos tenían 613 preceptos y entre ellos disputaban sobre cuáles eran los más importantes. También en la Iglesia tenemos 1752 cánones en nuestras leyes; pero Jesús nos enseña hoy cuál es lo principal para ser discípulos suyos. Y lo principal es el amor. Ya estaba en el Antiguo Testamento que el primer mandamiento es amar a Dios, y no de cualquier manera, sino con todo el corazón. También se decía que había que amar al prójimo; pero Jesús nos quiere hacer ver la unidad que debe existir entre estos dos amores, que son sólo un amor. De modo que no hay verdadero amor a Dios si no se ama al prójimo, como tampoco hay verdadero amor al prójimo si no se ama a Dios.
De hecho el amor es el sentimiento más profundo del ser humano. Alguno puede preguntarse: ¿Entonces porqué se nos manda? Porque el amor no es espontáneo, sino que requiere nuestra colaboración, debemos poner a su servicio nuestra capacidad de pensamiento, de afecto, de acción. El amor necesita nuestra atención y fuerza porque puede ser débil y necesita crecer y desarrollarse como una plantita. Muchas veces está viciado por el egoísmo y la propia satisfacción. Tenemos la tendencia de “usar” a los demás para nuestro beneficio en vez de amarles, miramos más lo que nos satisface a nosotros que lo que les satisface a ellos. Por eso el amor en nosotros tiene que purificarse continuamente.
Amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas indica una plenitud de amor: Con todo el ser, todo el día, toda la vida. Dios les dio este mandamiento a los israelitas, porque al tener contacto con las naciones paganas, superiores muchas veces en poder, riqueza y cultura, se sentían deslumbrados por sus ídolos, alejándolos del Dios verdadero que les había sacado de Egipto. Hoy también hay muchas personas que se dejan llevar de los ídolos que les proporcionan bienestar material, placer, comodidad, y se apartan de su ser espiritual y su salvación eterna. Es la gran tentación para muchos cristianos. Sin embargo Dios es el que nos ha creado, quien nos ha redimido y nos enseña el camino de nuestra verdadera felicidad y paz.
¿Cómo podemos manifestar nuestro amor a Dios?: Dándole el culto debido con actos especiales, en la oración y la alabanza, pero sobre todo a través del trabajo bien hecho, del cumplimiento de los deberes en la familia y en la sociedad, con nuestro porte exterior, digno de un hijo de Dios... y con el amor al prójimo.

Amar al prójimo es amar a todos; pero especialmente al que está más próximo: en casa, en el trabajo o en el colegio. Quizá la persona con quien se convive, que se nos hace más difícil. Recordemos que para Jesús no bastaba (que ya es mucho) con lo que decía el Ant. Testamento: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”, sino que lo formuló en sentido positivo, que es mucho más: “Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti”. Debemos ver a Cristo en el prójimo. Porque repito otra vez: No basta amar a Dios sin amar al prójimo, como tampoco basta amar al prójimo sin amar a Dios. Si nuestra meta es amar a Dios, amaremos a los que nos son simpáticos y a los que son menos, porque todos son hijos de Dios. Amar a los demás no es sólo no hacer daño, sino ayudarles, acogerles, perdonarles.  Alimentaremos el amor en la oración, en los sacramentos, en la lucha por superar los defectos, en mantenernos en la presencia de Dios a lo largo del día.

domingo, 4 de junio de 2017

Domingo de Pentecostés-2017: Jn 20, 19-23

         
           
 Esta palabra de Pentecostés quiere decir: cincuenta días. Era una de las tres principales fiestas de los judíos. A los cincuenta días de la Pascua celebraban en cuanto a lo material el hecho de que la cosecha estaba ya crecida, por lo que daban gracias a Dios, y en cuanto a la historia celebraban el recuerdo de la llegada de los israelitas al monte Sinaí y la entrega de las tablas de la Ley a Moisés entre truenos y relámpagos. Con ese motivo tocaban fuertemente las trompetas del templo.
Ese es el día en que los apóstoles reciben de una manera grandiosa al Espíritu Santo. Según lo narra san Lucas, autor de los “Hechos de los Apóstoles”, Dios aprovecha el ambiente de fiesta popular y bulliciosa para ese acontecimiento. Algunos datos podemos decir que son simbólicos, expresión de lo que sucedía en el alma o el corazón de los que recibían el Espíritu Santo. Los principales signos fueron el viento impetuoso y el fuego, que da luz y calor: Luz que les ilumina la mente para comprender mejor los mensajes de Jesús y fuego para darles energías para seguir sin miedo la misión de Jesús de predicar el Evangelio por todo el mundo. El viento precisamente significa el Espíritu y es expresión de una nueva creación, recordando el soplo creador.
En realidad ya habían recibido el Espíritu Santo el día de la Resurrección. Jesús, al presentarse resucitado, les da el mayor don que puede darles, que es el Espíritu Santo. Ya les había prometido que les enviaría “otro Consolador, otro Abogado”. San Juan nos cuenta en el evangelio de hoy que Jesús se presenta gozoso y les da la paz y alegría, y les da el perdón y el poder de perdonar. Pero todo eso no sería efectivo y duradero, si no les ayudase una fuerza especial, que es la presencia del Espíritu Santo, como ya se lo había prometido. Lo hace también con un gesto de viento: “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. ¿Cuándo recibieron de verdad el Espíritu Santo? Las dos veces y otras muchas más. Porque el Espíritu viene a nosotros según la preparación que tengamos: Viene en el bautismo, viene especialmente en la confirmación y viene en otras ocasiones. Él es infinito. Lo que hace falta es que nos preparemos a recibirle. El día de Pentecostés vino de una manera muy especial sobre los apóstoles, no sólo porque así lo quiso Dios de forma gratuita, sino porque ellos estaban mejor preparados pues habían estado aquellos días en oración con la Santísima Virgen María.
Un aspecto importante en esta fiesta es el comunitario: Los apóstoles reciben el Espíritu Santo viviendo en comunidad. Y son enviados para formar la comunidad de la Iglesia universal. Por eso se nombran allí todos los principales pueblos o naciones entonces conocidas. Y aparece una contraposición con lo que significó la “Torre de Babel”, que era dispersión o confusión de lenguas. En Pentecostés se realiza la unidad: todos comprenden lo mismo. Sería la unidad que quiere Jesús por medio del AMOR.
Pentecostés continúa en la Iglesia. Cada vez que asistimos a misa se nos recuerda la intervención del Espíritu Santo en la transformación del pan y del vino y en la unidad de la Iglesia. Para que influya en nuestro ser hace falta que nos preparemos, que nos comuniquemos más con Dios en la oración y que dejemos muchas ataduras materiales de modo que nuestra vida tenga un sentido pleno y sea vivificante, de modo que se note que el Espíritu Santo habita en nuestro ser.

En el Credo decimos: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida”. Él quiere enseñarnos a orar, a tener a Jesús por Señor, a penetrar en los misterios de Dios, a gozar de la gracia, que es amor, paz, fidelidad, fuerza para predicar y a testimoniar el Evangelio con nuestra vida. Por eso hoy pidamos, como se dice en la Misa, que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. En una palabra: que seamos dóciles a sus inspiraciones y que encienda los corazones de sus fieles. Con la ayuda del Espíritu y nuestra cooperación, en la Iglesia siempre será una realidad Pentecostés.