Hoy
nos habla la Iglesia
de la llamada de Jesús a Mateo y de la respuesta de este apóstol. Seguramente
se llamaba Leví, como le llaman otros evangelistas, aunque luego en la lista le
llaman Mateo. Es muy posible que ese nombre de Mateo, que significa “don de Dios” se lo pusiera el mismo Jesús y
al apóstol le gustara tanto que desde el principio él se nombra así. Su oficio
no era muy agradable para la gente del pueblo de Israel y mucho menos para los
fariseos. Era recaudador de impuestos, lo cual significaba que era colaborador
con el poder dominante, que era el de los romanos. Dicen algunos que más bien
que estar al servicio de los romanos, podían estar al servicio de Herodes, pues
Cafarnaúm era la frontera del territorio de Herodes y bien podría ser Mateo un
funcionario normal de aduanas para controlar el paso de ciertos productos. De
todas las maneras para los fariseos era un “pecador” porque tenía trato con los
paganos y extranjeros, porque los de su oficio solían faltar a muchas leyes
religiosas, especialmente las del sábado, y porque solían ser avaros y
aprovechados.
El
caso es que Jesús, que no tiene acepción de personas, le llama para que sea uno
de sus más íntimos amigos. Seguramente vería en él un buen corazón dispuesto
para grandes cosas a favor del Reino de Dios. Por eso Mateo responde
positivamente: “levantándose, le siguió”. Este hecho de “levantarse” significa
un cambio en la actitud de su vida. Estaba “sentado”, que significa instalado
en su oficio de recaudador, y ahora se levanta para comenzar una vida nueva, de
ilusión, pero envuelta también en contrariedades. Es muy posible que antes de
esta última llamada y respuesta hubieran tenido varias conversaciones. Sabemos
que Jesús vivía principalmente en Cafarnaúm. El hecho es que Jesús le da un
voto de confianza sin pedirle confesiones públicas de conversión. Esta es una
gran enseñanza para nosotros para no ser intransigentes como los fariseos, sino
tolerantes: aprender de Dios que es “rico en misericordia”.
Mateo
se alegró con esta llamada de Jesús. Tanto que organizó una comida para festejarlo.
Y para acompañarle invitó a sus amigos que eran gentes, sobre todo, de su mismo
oficio. Jesús estaba contento, comiendo en medio de todos ellos. Es muy posible
que algunos discípulos, pescadores y tradicionalistas, no estuvieran tan
contentos y estarían algo separados, por lo que fueron abordados por los fariseos,
a quienes no les parecía nada bien el hecho de que Jesús, que se tenía por “maestro”,
estuviera comiendo con los que ellos llamaban “pecadores”. Jesús oyó las críticas
y fue a su encuentro dándonos hoy una gran lección de la misericordia de Dios.
Jesús
comienza de una manera un poco irónica a decirles que los enfermos son los que tienen
necesidad del médico, no los sanos. El era el médico celestial y allí había
unos cuantos “enfermos”. En realidad los fariseos estaban más enfermos; pero no
lo veían así y no querían recibir las medicinas de Jesús. Los fariseos ponían
su esperanza en unas leyes externas sin mirar al corazón. Jesús enseña que lo
más importante es el corazón, el amor. De nada sirven los ritos si el corazón
está vacío de amor. Los fariseos no entienden que haya tanta fiesta en el cielo
por un pecador que se convierte, como Jesús goza en aquella fiesta porque una
persona ha cambiado de vida.
Por
todo ello, les recuerda Jesús aquel dicho del profeta: “Misericordia quiero y
no sacrificios”. Los fariseos se arrogaban unos poderes totales sobre la
interpretación de la ley bíblica, imponiendo al pueblo un yugo insoportable.
Ignoran que Dios es libertad y no esclavitud. Jesús nos expone que Dios no es
un dios tirano, sino el Dios bueno. A veces a nosotros mismos nos cuesta creer
que Dios nos ame tanto, porque le hacemos a nuestra imagen y le queremos poner
nuestros propios sentimientos y reacciones. Jesús ha venido a buscar a los
pecadores porque les ama y no quiere que se pierdan. Es un amor tolerante,
comprensivo, dispuesto a perdonar. Es el ejemplo para nosotros, y para que con
nuestras vidas cantemos las misericordias del Señor.
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