sábado, 27 de junio de 2015

13ª semana del tiempo ordinario. Domingo B-2015: Mc 5, 21-43

                     
Hoy el evangelio entremezcla dos milagros de Jesús: Jairo le pide que vaya a curar a su hija enferma. Jesús se pone en camino; pero entonces llega una mujer enferma con flujos de sangre y es curada. Después sigue Jesús con Jairo, aunque su hija ya ha muerto; pero la resucita. Hay varias cosas en común. Una, curiosa, que la niña muerta tiene 12 años y la mujer está enferma desde hace 12 años. Los evangelistas, siguiendo la cultura de aquel tiempo, al mismo tiempo que narran algo real, describen algo simbólico. El número 12 aparece muchas veces en la Sagrada Escritura. Es un número que indica plenitud. Aquí es el tiempo de toda una vida y una gran enfermedad, para que resalte más el poder y el amor de Jesús. Puede simbolizar la humanidad pecadora y liberada de sus males por la salvación de Jesús.
Lo importante es la fe, unida a la humildad. Jairo era un hombre importante dentro de su sociedad; pero cuando se trata de salvar a su hija, deja su orgullo y se postra ante Jesús con humildad. No encuentra otra solución. La mujer tiene una enfermedad que ante la sociedad es considerada como impura y no quiere comprometer a Jesús. Pero su fe es tan grande que cree bastarla con sólo tocar el manto de Jesús.
Sigamos primeramente a esta mujer. Como quiere que ni Jesús ni la gente se den cuenta de su presencia, va con disimulo, llega a poder meter el brazo entre la gente y toca el manto de Jesús. Pero Jesús, que sabe que ha salido una “virtud” especial de su persona, no quiere que quede esta fe en la oscuridad y consuela a la mujer, hace que su fe se fortalezca y quede patente su ejemplo para todos nosotros. No es lo mismo apretujar a Jesús que “tocarlo” con fe. Muchos apretujan a Jesús en la Iglesia, reciben sacramentos, se llaman cristianos, pero no se aprovechan de la presencia del Espíritu Santo. Y más en concreto: Muchos comulgan, reciben a Jesús de forma material, y sin embargo siguen tan amargados, cerrados sobre sí mismos, tan avaros y tan faltos de caridad. En realidad no han “tocado” con amor el Cuerpo de Cristo.
Seguro que Jairo, si hubiera sabido antes que su hija había muerto, no le hubiera dicho nada a Jesús. Eso pensaban los que le dieron la noticia. Pero Jesús, que escucha lo que hablan, le quiere acrecentar la fe. Para Jesús era tanto o más importante que Jairo tuviera plena fe, como la resurrección que iba a realizar en la niña. Por eso le dice: “Basta que tengas fe”. Es posible que con la fe de aquel hombre se uniera algo de creencia en la magia. Jesús le ayudó a purificar la fe. Hoy también  muchos unen religión con magia. Pero la verdadera fe es un encuentro personal con Dios. Es la respuesta libre de la persona humana a Dios que se revela. La fe tiene mucho de confianza, pero también de amor, de entrega. La fe no es sólo un acto personal, sino que se transmite y se sostiene con la fe de otros. Por eso cada uno de nosotros puede contribuir para que la fe de otros comience o se sostenga y aumente.
La resurrección de aquella niña nos puede dar otras enseñanzas. A nuestro lado hay muchos muertos en el alma. Podemos decir que son “cadáveres ambulantes”. Y pueden volver a la vida. Nosotros, con nuestra oración y ejemplo de vida, podemos ayudar (Dios es quien lo hace), para que vuelvan a la verdadera vida, que es más importante que la vida del cuerpo. Esto en general; pero un llamado especial es para los padres de familia. A veces se fijan en que no falte nada material a su hijo y quizá le falta lo principal, que es la vida del alma. Hay muchos hijos en peligro y los padres se preocupan poco. Debemos mirar hoy el ejemplo de Jairo, como podemos ver a santa Mónica que con su oración y lágrimas consiguió la conversión de su hijo, san Agustín.

La muerte no es el peor mal. Para los santos es un bien porque es el abrazo eterno y definitivo con Dios. La muerte es consecuencia del pecado; por eso el pecado es el gran mal, sobre todo si ocasiona la muerte por la violencia. Cristo resucitando a aquella niña nos da una garantía de que un día nos resucitará definitivamente.

jueves, 18 de junio de 2015

12ª semana del tiempo ordinario, Domingo B-2015 : Mc 4, 35-41

Jesús había estado el día predicando y caminando, y estaba cansado. Subió a una barca con los discípulos para pasar a la otra orilla y se quedó dormido. Con ello nos muestra su humanidad. El estar dormido significa salud y que estaba cansado. Y siguió dormido a pesar de que se levantó una gran tempestad. Tan grande que los apóstoles, que sabían de barca y de tormentas, estaban llenos de miedo. Quizá, si Jesús hubiese estado despierto, no hubieran tenido tanto miedo; pero ahora le gritan, y Jesús les pide calma, apaciguando la tempestad. Ya habían asistido a otros milagros de Jesús; pero este calmar a la naturaleza les llena de una nueva admiración.
A veces Jesús hace algunos, pocos, milagros sólo para los apóstoles, con el fin de confirmar su fe. Es lo mismo como cuando a ellos en particular les explicaba con mayor detalle algunas de las parábolas. Pues iban a ser ellos los que enseñarían la fe al mundo, en medio de dificultades y persecuciones.
Podemos aplicar este milagro a lo que nos sucede a nosotros y lo que sucede en la Iglesia. Somos como una barca que va en este mundo en medio de grandes  dificultades. Sabemos que esta vida no es la definitiva. Por eso hay dificultades que provienen de esa misma limitación y por lo tanto no son buenas ni malas. Todo dependerá de nuestra actitud. Hay otras dificultades que provienen de nuestra propia mala voluntad y muchas veces de otras malas voluntades. El hecho es que encontramos problemas que parecen superar nuestras fuerzas y  posibilidades, agitando nuestro espíritu y quitándonos la paz. A veces no son dificultades demasiado grandes, sino pequeñas y simples cosas de cada día, que nos quitan la calma o por lo menos no nos permiten tener el corazón suficientemente sereno para la oración.
Y Dios parece dormido. Aunque en realidad Dios nunca duerme, sino que somos nosotros los que nos dormimos en el caminar cristiano y no vemos la presencia de Dios, porque estamos demasiado apegados a lo material. La verdad es que a veces vemos todo demasiado oscuro. Y hasta creemos que Dios se porta mal con nosotros, que no es justo y hasta que nos trata con crueldad. Hoy en la primera lectura se habla de Job, el hombre paciente, que no era tan paciente al principio, porque sus amigos le querían infundir ideas terrestres. Al final confió plenamente en Dios, que le salvó de todos los males y, para que sirviera de ejemplo, le dio mucho más de lo que tenía.
A veces es necesario algo grande en la vida, aunque creamos que nos hace daño, para acercarse a Dios. Jesús nos enseñó más la cara amable de Dios, el Padre bueno. Aun así muchas veces nos parece que está dormido. En esos casos debemos gritar, porque Dios siempre está despierto, nos quiere y está dispuesto para ayudarnos. Los salmos frecuentemente nos dicen que Dios atiende al clamor de los atribulados.
A través de las enseñanzas de los santos padres, la Iglesia que marcha en la historia hacia Dios, es representada por la barca agitada por las olas. Ya les había dicho Jesús a los apóstoles que iban a sufrir dificultades y persecuciones. Y cuando san Marcos escribió su evangelio, aunque fue el primero, la Iglesia ya era la barca agitada por persecuciones. Después, a través de la historia, ha habido profetas falsos que han vaticinado la ruina total o el hundimiento definitivo de la Iglesia. No sólo se debía a falta de fe en la presencia continua de Jesucristo, sino a cortedad de visión, porque la Iglesia es universal y suele suceder que, si se afloja por una zona, por otra se reafirma. Muchas veces sólo se fijan en los “escándalos” y los pecados, cuando en realidad hay muchísimos santos, que en lo oculto, sostienen y dan la gloria a Dios.
Cuando nos cueste encontrar respuestas a muchos interrogantes de la vida, vayamos a Dios Padre, que nos ama, a Jesús que siempre permanece bien despierto en la Iglesia y al Espíritu de Amor que con sus dones hará que no se pierda la paz del alma, que proviene del espíritu unido a Dios por la fe y el amor.


lunes, 15 de junio de 2015

11ª semana del tiempo ordinario. Domingo B-2015: Mc 4, 26-34


Hoy el evangelio nos presenta dos parábolas de Jesús tratando de explicar dos facetas de lo que Él entiende por “Reino de Dios”. Ya desde el principio de su predicación hablaba del Reino de Dios, y muchas veces usa parábolas para darnos a entender algún sentido. Pero la simple formulación de la parábola para aquellos que no tienen mucha fe les deja más o menos indiferentes.
Por eso, como se dice hoy al terminar el evangelio, Jesús se las explicaba luego a sus discípulos.  Estas explicaciones han ido quedando en la Iglesia a través de los tiempos por medio de los santos padres y otros grandes predicadores de la fe.
En la primera de las dos parábolas de hoy nos dice Jesús que todos, al menos los que nos creemos discípulos suyos, somos cooperadores en la obra de Dios, que es su Reino, porque todos debemos sembrar y al final recoger frutos. Pero esta planta, que es el Reino de Dios, crece aparentemente sola. Crece por la energía que tiene encerrada la semilla. El sembrador poco adelanta o nada por el hecho de que esté vigilando o tire de la mata para que crezca más rápidamente.
Es una invitación a tener paciencia. Trata de exponer la diferencia abismal entre lo poco que puede hacer el hombre y lo mucho que hace Dios. Y es una advertencia para comprender que el Reino de Dios sigue el curso que Dios parece que quiere: lento pero seguro. Por lo tanto ni las fuerzas del mal podrán contra el Reino, ni adelantaremos demasiado por mucho que nos movamos.
Esto requiere explicación. En primer lugar que no es lo mismo el Reino de Dios que la Iglesia. Ésta es “el principio y germen” del reino, como dice el concilio Vaticano II. La Iglesia, aquí en la tierra, está en vías de perfección, camina hacia, prepara el Reino; aunque a veces los dos sentidos pueden significar o tender a una solo cosa.
El Reino crece de una manera sencilla, sin ruido. Quizá Jesús dijo esta parábola contra algunos que buscaban de Jesús unos hechos espectaculares y querían que el apostolado tuviera efectos brillantes, a través quizá de cierta violencia. Todo ello nos debe dar una gran confianza y optimismo, porque sabemos que Dios es el que verdaderamente está actuando, no a la fuerza ni violentando la libertad humana.
Pero de nuestra parte hay que huir de dos extremos: la pasividad o pereza y el activismo. Del activismo, porque, como nos dice Jesús, poco podemos hacer una vez que hemos sembrado. Claro que el sembrar es más complicado de lo que parece, porque hay que preparar la tierra y cuidarla. Pero lo más importante que debemos hacer es unirnos espiritualmente con Quien hace crecer. Por eso para un apóstol es tan necesaria la oración. De aquí que no vale la pereza, porque siempre hay mucho interno que hacer con la planta, aunque no entendamos el misterio del crecimiento.
La 2ª parábola nos habla de la mostaza, semilla sumamente pequeña que llega a convertirse en un arbolito, de modo que los pájaros pueden poner sus nidos. Aquí Jesús nos quiere hablar de la sencillez de la Iglesia. El profeta Ezequiel en la 1ª lectura nos dice cómo Dios aborreció al pueblo de Israel cuando soberbio quiso ser muy grande en lo material olvidando su espíritu. Así a veces ha pasado en cierta parte de la Iglesia: Cuando ha buscado el poder y gloria material, se ha apartado del fin que tiene, que es el de ayudar a fundamentar el reino de Dios.
Cuando Dios quiere hacer “grandes cosas”, busca medios sencillos y pobres, como la Virgen María, como tantos santos. Busca entre sus predicadores o sembradores de su palabra corazones entregados a los dones del Espíritu. El justo es una plantación de Dios, nos dice el salmo responsorial. Quiere decirnos Jesús que, aunque su Reino parece poca cosa, tiene tanta potencialidad que, sin ser árbol soberbio, sus ramas pueden acoger a todo aquel que se acerque con sincero corazón. Jesús comienza a darnos ya un sentido universalista del Reino de Dios.

         

domingo, 7 de junio de 2015

Domingo del Corpus B-2015: Mc 14, 12-16. 22-26

         
                     
Hoy celebra la Iglesia la fiesta del “Corpus Cristi” o del Cuerpo y la Sangre de Cristo, o dicho más simplemente: la fiesta de la Eucaristía. Siempre que vamos a la Misa celebramos la Eucaristía, que es el sacramento de la Entrega de Jesús en sacrificio a su Padre Celestial por nuestra Redención. Es el hacerse presente de nuevo el mismo sacrificio de la Cruz. Pero es al mismo tiempo el recibir el alimento especial para nuestra alma, que es el mismo Jesús, que se nos da en alimento. Y es también la oportunidad de adorar a Jesús, que es nuestro Dios y Salvador, y que está realmente presente en el Augusto Sacramento del Altar, que es Jesús en la Eucaristía.
Esta presencia real de Jesús es lo que se quiere resaltar principalmente en esta fiesta del “Corpus”. Jesús prometió estar con nosotros hasta el final de los tiempos. Y está espiritualmente de muchas maneras: en su palabra, en la reunión de fieles que están orando, en el pueblo de Dios, en la caridad. Pero está de una manera muy especial y más real en la Eucaristía. Esto nos dice nuestra fe. Hubo unos tiempos, por la edad Media, en que unos herejes decían que Jesús estaba presente mientras la Misa, pero luego ya no se quedaba, y hasta había sacerdotes que dudaban de la presencia real de Jesús. Hubo un hecho muy conocido en el año 1264 en que un sacerdote que, dudando había ido a Roma al sepulcro de los apóstoles para pedir la fe, cuando retornaba a su tierra y celebraba misa en Bolsena, vio que de la Sagrada Forma destilaba sangre de modo que quedó mojado todo el corporal. El papa Urbano VI, que estaba en la ciudad cercana de Orvieto, supo el acontecimiento y pidió dichos corporales. Al constatar la realidad del milagro, quiso que todos lo supieran y que se adorase a Jesús presente en la Eucaristía de modo más solemne. Por eso instituyó la fiesta del “Corpus Cristi” encargando los himnos de la fiesta a Sto. Tomás de Aquino.
Desde entonces en esta fiesta se han realizado solemnes procesiones para que el Señor pueda salir por las calles de pueblos grandes y pequeños y todos puedan adorar a Jesús, que está presente entre nosotros. No todos tendrán esta fe y este amor para adorar y agradecer que Jesucristo pueda estar real en cuerpo y alma entre nosotros. Muchos están ciegos en su espíritu. Ojalá haya muchos que, al saber que Cristo está entre nosotros, puedan gritar como el ciego Bartimeo: “Señor, ten piedad de mi”. Que Jesús tenga piedad, no sólo de males físicos, sino sobre todo de tantas calamidades que nos circundan y que tenemos dentro de nuestro ser terrenal.
La Eucaristía es el sello más firme de la Alianza de amor entre Dios y los hombres. Siempre Dios, por su gran amor, ha querido realizar alianzas. Hoy en la primera lectura, se habla de la alianza de Dios con el pueblo de Israel, manifestada por medio de la sangre de unos animales. Era la cultura de aquel tiempo. Jesús quiso ratificar esa alianza de Dios con su propia sangre, con el Sacrificio de la Cruz. Ese mismo sacrificio se hace presente cada vez que celebramos la Eucaristía. Ahora Cristo está triunfante, resucitado; pero se hace presente ese recuerdo de su entrega en la Santa Misa. Nosotros estaremos más unidos con él, cuanto más hagamos entrega de todo nuestro ser por la salvación nuestra y la de toda la humanidad.
En este año (ciclo B) el evangelio es la narración sencilla de la Institución de la Eucaristía según san Marcos. Lo precede la preparación de la cena Pascual. Jesús se entrega para que nosotros le podamos comer. No sólo cada uno, sino todos. Por esto la Eucaristía es signo de unidad. San Pablo se quejaba a los cristianos de Corinto de que había mucha división de clases, especialmente en la comida. Pone el ejemplo de unidad en la comida eucarística que nos dio el Señor en la Ultima Cena, en la que todos somos iguales y tenemos las mismas posibilidades de gracias. La diferencia estaría en el amor. Aquel que muestre más amor por sus semejantes, podemos decir que es el que mejor está adorando y venerando a Jesús en la Eucaristía.