
Ese es el día en que los
apóstoles reciben de una manera grandiosa al Espíritu Santo. Según lo narra san
Lucas, autor de los “Hechos de los Apóstoles”, Dios aprovecha el ambiente de
fiesta popular y bulliciosa para ese acontecimiento. Algunos datos podemos
decir que son simbólicos, expresión de lo que sucedía en el alma o el corazón
de los que recibían el Espíritu Santo. Los principales signos fueron el viento
impetuoso y el fuego, que da luz y calor: Luz que les ilumina la mente para
comprender mejor los mensajes de Jesús y fuego para darles energías para seguir
sin miedo la misión de Jesús de predicar el Evangelio por todo el mundo. El
viento precisamente significa el Espíritu y es expresión de una nueva creación,
recordando el soplo creador.
En realidad ya habían
recibido el Espíritu Santo el día de la Resurrección. Jesús ,
al presentarse resucitado, les da el mayor don que puede darles, que es el
Espíritu Santo. Ya les había prometido que les enviaría “otro Consolador, otro
Abogado”. San Juan nos cuenta en el evangelio de hoy que Jesús se presenta
gozoso y les da la paz y alegría, y les da el perdón y el poder de perdonar.
Pero todo eso no sería efectivo y duradero, si no les ayudase una fuerza
especial, que es la presencia del Espíritu Santo, como ya se lo había
prometido. Lo hace también con un gesto de viento: “Sopló y les dijo: Recibid
el Espíritu Santo”. ¿Cuándo recibieron de verdad el Espíritu Santo? Las dos
veces y otras muchas más. Porque el Espíritu viene a nosotros según la
preparación que tengamos: Viene en el bautismo, viene especialmente en la
confirmación y viene en otras ocasiones. Él es infinito. Lo que hace falta es
que nos preparemos a recibirle. El día de Pentecostés vino de una manera muy
especial sobre los apóstoles, no sólo porque así lo quiso Dios de forma
gratuita, sino porque ellos estaban mejor preparados pues habían estado
aquellos días en oración con la Santísima Virgen María.
Un aspecto importante en
esta fiesta es el comunitario: Los apóstoles reciben el Espíritu Santo viviendo
en comunidad. Y son enviados para formar la comunidad de la Iglesia universal. Por eso
se nombran allí todos los principales pueblos o naciones entonces conocidas. Y
aparece una contraposición con lo que significó la “Torre de Babel”, que era
dispersión o confusión de lenguas. En Pentecostés se realiza la unidad: todos
comprenden lo mismo. Sería la unidad que quiere Jesús por medio del AMOR.
Pentecostés continúa en la Iglesia. Cada vez
que asistimos a misa se nos recuerda la intervención del Espíritu Santo en la
transformación del pan y del vino y en la unidad de la Iglesia. Para que
influya en nuestro ser hace falta que nos preparemos, que nos comuniquemos más
con Dios en la oración y que dejemos muchas ataduras materiales de modo que
nuestra vida tenga un sentido pleno y sea vivificante, de modo que se note que
el Espíritu Santo habita en nuestro ser.
En el Credo decimos:
“Creemos en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida”. Él quiere enseñarnos a
orar, a tener a Jesús por Señor, a penetrar en los misterios de Dios, a gozar
de la gracia, que es amor, paz, fidelidad, fuerza para predicar y a testimoniar
el Evangelio con nuestra vida. Por eso hoy pidamos, como se dice en la Misa , que lave lo que está
manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es
tibio, enderece lo torcido. En una palabra: que seamos dóciles a sus
inspiraciones y que encienda los corazones de sus fieles. Con la ayuda del
Espíritu y nuestra cooperación, en la Iglesia siempre será una realidad Pentecostés.
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