En los dos primeros
domingos de Cuaresma la
Iglesia nos ha propuesto el desierto y la montaña como
lugares de oración. En éste, al hablar del templo, con más razón se nos dice
que es lugar propio para la oración. Hoy vemos a Jesús en un aspecto inusual de
violencia, cuando siempre se nos habla de Jesús manso y humilde. Alguno
pregunta ¿porqué Jesús, tan bueno, se nos muestra airado? Pero podríamos
preguntarlo de otra manera: ¿Cómo tendría que ser aquello tan malo para que el
manso Jesús tenga que recurrir a la fuerza y la violencia, para así poder dejar
claro su oposición al mal?
Para comprender lo
que pasaba debemos conocer los hechos: Resulta que los israelitas, cuando
llegaba la Pascua ,
solían ir en grandes multitudes al templo de Jerusalén, donde debían ofrecer un
sacrificio de un animal, como expresión de culto y adoración al Dios, dueño del
universo. El animal solía ser un cordero, o un buey para los ricos, o palomas
para los pobres. Pero debía ser “puro”, no contaminado con ventas por
pecadores, etc. Por todo ello los encargados del templo, jefes de los
sacerdotes, habían montado un opulento negocio en los patios del templo. La
gente prefería comprarlo allí, aunque fuese mucho más caro. Además lo tenían
que comprar con las monedas del templo: otro gran negocio de los sacerdotes
para hacer el cambio.
Así que cuando
llegó Jesús al templo, lo menos que se encontró fue con un clima de oración.
Todo eran gritos y discusiones por el cambio de moneda y la venta de los
animales. Lleno de “celo por la casa de Dios” cogió unas cuerdas, que habrían
servido para atar a unos animales, y con ellas comenzó a dar latigazos y
derribar mesas con este mensaje: “ésta es casa de oración y no cueva de
ladrones”. No era tanto por el hecho de las ventas, cuanto por la avaricia, las
injusticias y robos a la gente sencilla que allí se hacían, especialmente por
aquellos que debían llevar la gente hacia Dios.
El mal estaba en
querer aprovecharse del culto a Dios para enriquecerse a sí mismos, y hacer que
el culto, que debe llevar a la conversión del corazón, se convierta en un
negocio. Ya sé que muchas veces gente de Iglesia hemos faltado más o menos en
esto. Jesús nos invita a la conversión. A todos nos enseña Jesús que
normalmente nuestra actuación debe ser por medio de la mansedumbre, aunque a
veces puede ser buena una santa indignación. Lo difícil es guardar el punto
medio, siempre tendiendo a la moderación. Pasa como en la educación de los
padres para con los hijos: hay padres demasiado blandos y permisivos, y los hay
demasiado coléricos, que llegan a perder la autoridad por ello. Lo difícil es
saber estar en el punto medio y justo. Dios mismo a veces nos trata con dureza
porque de otro modo no nos moveríamos hacia el bien.
Lo que hizo Jesús
suele decirse que fue como un “gesto profético” o una parábola viviente. Nos
enseñó algo importante por medio de gestos. Pero aquellos sacerdotes, que
tenían sus intereses materiales, no se quedaron callados y le dijeron: ¿Por qué
hacía aquello? ¿Cuál era la señal de su
autoridad? La señal más importante de toda la autoridad de Jesús sería su
resurrección. Pero les habló con palabras enigmáticas. Ellos no pueden
entenderlo; un día los apóstoles se acordarán y lo comprenderán todo.
Jesús veía lo que
habían hecho del templo. Aquellos que lo habían declarado como el lugar
exclusivo de oración, impiden que haya un verdadero encuentro con Dios. Jesús
nos enseñará que, además del templo, a Dios se le puede encontrar en muchos
sitios, especialmente dentro de nosotros. Nos dirá que el verdadero culto a
Dios es hacer la voluntad de Dios, y, que al ser nuestro Padre, su voluntad
será nuestro bien. No excluye las prácticas externas, que ciertamente nos
ayudan, pero insiste más en la vida de intimidad con Dios y en la vida de amor.
También nos dice que nuestro cuerpo es templo de Dios y que muchas veces lo
profanamos. De ahí el respeto debido a todos, porque Dios habita dentro de
nosotros y porque todo lo que hacemos a los demás, sobre todo a los más
débiles, se lo hacemos al mismo Jesucristo.
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