15ª
semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 1-23
El
evangelio de hoy nos habla de la parábola de “el sembrador”. Es la primera de
las grandes parábolas en que, por medio de una historia de la vida cuotidiana,
Jesús nos va descubriendo los misterios del Reino de Dios. Jesús nos habla de
la palabra de Dios y de la disposición que deben tener las personas para acoger
dicha palabra. Esta explicación se une con la primera lectura del profeta
Isaías en que dice que la palabra de Dios es como la lluvia que fecunda hasta
los terrenos áridos. Pero lo mismo que para que un terreno fructifique debe
estar “cultivado”, así el alma debe prepararse para recibir la palabra de Dios.
Fructificará según la actitud de las personas.
La
parábola nos habla de un sembrador que, al sembrar a voleo según era el estilo
antiguo, su semilla cae en terrenos diversos. Señala cuatro clases de tierra.
La primera es infructuosa porque es parte del camino. Estos son los que no
entienden o no quieren entender la palabra de Dios, los que no tienen interés
en aceptar el “Reino”, porque exige cambios en la vida, los que creen que lo
que hacen está ya bien y no quieren molestias. Son los que tienen el corazón
duro para Dios y para los demás. También aquellos que fácilmente admiten
pájaros que se llevan la semilla buena, como pueden ser profetas falsos o
ideologías modernas engañosas. Al fin están vacíos.
La
segunda clase de tierra parece buena, pero debajo está llena de piedras que no
deja ahondar la raíz. Son los inconstantes, los que no tienen fundamento. Hay
personas que se entusiasman enseguida, pero por poco tiempo; buscan en la
religión y en el culto sólo lo sensiblero, lo afectivo, sin contenido y sin
base, sin una adhesión profunda de su fe, que les ayude a resistir tantas
tentaciones que hay en la vida. No son personas de principios recios
cristianos; por eso vemos tantos matrimonios que no perduran o vocaciones que
no se tienen por verdaderas para toda la vida. Son entusiasmos efímeros, faltos
de consistencia en sus buenos propósitos, que ante las pequeñas dificultades,
siempre retroceden.
La
tercera clase es buena tierra, con hondura, pero con muchas zarzas y espinas.
Son los que tienen demasiadas “preocupaciones de la vida”, que si el sueldo no
llega porque quieren tener tantas cosas, que si viajes, fiestas, etc. Son los
que están en manos de las riquezas, o porque son ricos o porque lo quieren ser
y no son capaces de sacrificar nada del bienestar conseguido o deseado.
Parecería
que la parábola fuese pesimista; pero la cuarta clase de tierra llena el
corazón de Jesús, y lo llenará más si nosotros nos esforzamos para pertenecer a
esta clase. Son aquellos que oyen la palabra, procuran entenderla y la acogen
con amor en su corazón. No sólo la acogen con humildad y con deseo de progreso
en el bien, sino que perseveran y piden gracia para perseverar. Entre estos hay
mucha diferencia; pero siempre ha habido y continúa habiendo muchos santos que
aceptan plenamente la palabra y la ponen en práctica. A ellos (y espero que a nosotros)
les dice Jesús: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque
oyen”.
Jesús
nos hace hoy reflexionar que no es lo mismo oír que comprender, no es lo mismo
ver que conocer. En este mundo hay muchas palabras interesadas, propaganda egoísta,
y se puede correr el peligro de escuchar la palabra de Dios como otra
cualquiera palabra interesada; pero Jesús empeñó su vida en sus palabras. Murió
por sus palabras o sus mensajes, que son vida que promueve nueva vida.
Cuando
vamos a misa, especialmente los domingos, debemos preparar el alma para que la
palabra de Dios y su explicación penetren en nosotros y nos estimulen a ser
mejores. Para ello hay que ir en paz, si es posible con anterioridad, para que
con la oración preparemos el espíritu. De esta manera los “pájaros” de esta
vida no se llevarán la semilla, podremos ahondar y evitaremos preocupaciones
externas que nos priven del bien que Dios quiere darnos continuamente en su
presencia.
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