viernes, 25 de julio de 2014

17ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 44-52

                17ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 44-52
El centro o tema principal de toda la predicación de Jesús es el “Reino de Dios”, que es del otro mundo, pero ya comienza aquí y está entre nosotros. Es el proyecto salvífico de Dios para con nosotros. Jesús tendrá que corregir ideas materialistas sobre  ese Reino, pues para muchos era una restauración de la monarquía de David o una revancha de estilo nacionalista. Tampoco es lo mismo que la Iglesia, aunque la Iglesia es el terreno privilegiado donde el Reino se va edificando y es “el germen y principio del Reino”. Pero éste está por encima de toda realización concreta y aun religiosa.
Hoy en el evangelio consideramos algunas características del “Reino de Dios”, que Jesús nos describe por medio de parábolas. Las dos primeras, la del tesoro y la perla, vienen a decir lo mismo: El Reino de los cielos es algo muy precioso, que suele estar escondido para la mayoría de la gente; pero que si se le encuentra y se le consigue, es de tanto valor que nos llena el alma y nos da la mayor felicidad.
En esta vida encontramos por desgracia en muchas personas lo que se llama “una crisis existencial”. Hay muchas comodidades, mucho progreso económico, mucha diversión; pero hay muchas enfermedades psicológicas y muchos suicidios. Y sucede que cuanto más avanzados o progresistas son los países, más suicidios hay. Y entre los jóvenes se da mucha droga y mucho desencanto de la vida. Esto es porque les parece que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es lo mismo y llegan a pensar que no hay que buscar nada porque nada encontrarán.
Han perdido el contacto con lo vital. Pero el corazón humano tiene mayores exigencias que el solo “ir tirando”. Desde lo hondo del corazón brota la pregunta por el sentido de la vida: Debe haber algo grande por lo cual vale la pena gastarse y desgastarse. De hecho el sacrificio, el dar generosamente la vida, llena más del sentimiento de felicidad que la comodidad o la diversión. En medio de esa vida podemos encontrar el tesoro que nos llene toda nuestra vida. Muchos santos lo encontraron al escuchar, con el corazón abierto, alguna parte de la Palabra de Dios.
Para ello debemos preparar el corazón. Para encontrar el amor de Dios debemos estar dispuestos a sacrificarnos por el bien de nuestros prójimos. A veces vamos a Misa y no descubrimos el tesoro de la Eucaristía con la presencia de quien puede llenarnos el alma de amor y felicidad. Recordamos lo que nos dijo Jesucristo: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Debemos tener una verdadera escala de valores: el Reino de Dios vale inmensamente más que el dinero, el poder y el placer. Es difícil dar con ello, pero hay que descubrirlo y pedirle gracia a Dios para comprenderlo.
En otra parábola nos dice Jesús que el Reino de Dios es como una red barredera. En este mundo están juntos los buenos y los malos. No tenemos porqué juzgar a nadie, sino trabajar para que los que están más flacos en la gracia y en la fe, puedan llenarse más de este espíritu y poder un día participar con los santos en el cielo. Al fin del mundo Dios hará la separación oportuna. Mientras tanto trabajemos todos como hermanos unidos y trabajemos en bien de los demás.
La última parábola de este día nos dice que en este buscar el Reino de Dios debemos aprovechar todo lo bueno que encontramos a nuestra alrededor. Hay gente que desprecia todo lo antiguo y los hay que desprecian todas las novedades. Siempre ha habido cosas buenas provechosas y salen a la luz nuevas cosas aprovechables. Es como en la Biblia: hay que saber aprovechar el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Por eso el buscar el bien no es cosa de necios, sino de inteligentes, que saben escoger lo bueno continuamente, y se quedan con lo mejor. Jesús les había dicho poco antes a los apóstoles: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. Ojalá nuestros sentidos estén atentos ante lo mejor, que es el Reino de Dios, que Jesús nos propone para darnos la paz, la libertad y la plena felicidad.

sábado, 19 de julio de 2014

15ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 1-23

                   15ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 1-23
El evangelio de hoy nos habla de la parábola de “el sembrador”. Es la primera de las grandes parábolas en que, por medio de una historia de la vida cuotidiana, Jesús nos va descubriendo los misterios del Reino de Dios. Jesús nos habla de la palabra de Dios y de la disposición que deben tener las personas para acoger dicha palabra. Esta explicación se une con la primera lectura del profeta Isaías en que dice que la palabra de Dios es como la lluvia que fecunda hasta los terrenos áridos. Pero lo mismo que para que un terreno fructifique debe estar “cultivado”, así el alma debe prepararse para recibir la palabra de Dios. Fructificará según la actitud de las personas.
La parábola nos habla de un sembrador que, al sembrar a voleo según era el estilo antiguo, su semilla cae en terrenos diversos. Señala cuatro clases de tierra. La primera es infructuosa porque es parte del camino. Estos son los que no entienden o no quieren entender la palabra de Dios, los que no tienen interés en aceptar el “Reino”, porque exige cambios en la vida, los que creen que lo que hacen está ya bien y no quieren molestias. Son los que tienen el corazón duro para Dios y para los demás. También aquellos que fácilmente admiten pájaros que se llevan la semilla buena, como pueden ser profetas falsos o ideologías modernas engañosas. Al fin están vacíos.
La segunda clase de tierra parece buena, pero debajo está llena de piedras que no deja ahondar la raíz. Son los inconstantes, los que no tienen fundamento. Hay personas que se entusiasman enseguida, pero por poco tiempo; buscan en la religión y en el culto sólo lo sensiblero, lo afectivo, sin contenido y sin base, sin una adhesión profunda de su fe, que les ayude a resistir tantas tentaciones que hay en la vida. No son personas de principios recios cristianos; por eso vemos tantos matrimonios que no perduran o vocaciones que no se tienen por verdaderas para toda la vida. Son entusiasmos efímeros, faltos de consistencia en sus buenos propósitos, que ante las pequeñas dificultades, siempre retroceden.
La tercera clase es buena tierra, con hondura, pero con muchas zarzas y espinas. Son los que tienen demasiadas “preocupaciones de la vida”, que si el sueldo no llega porque quieren tener tantas cosas, que si viajes, fiestas, etc. Son los que están en manos de las riquezas, o porque son ricos o porque lo quieren ser y no son capaces de sacrificar nada del bienestar conseguido o deseado.
Parecería que la parábola fuese pesimista; pero la cuarta clase de tierra llena el corazón de Jesús, y lo llenará más si nosotros nos esforzamos para pertenecer a esta clase. Son aquellos que oyen la palabra, procuran entenderla y la acogen con amor en su corazón. No sólo la acogen con humildad y con deseo de progreso en el bien, sino que perseveran y piden gracia para perseverar. Entre estos hay mucha diferencia; pero siempre ha habido y continúa habiendo muchos santos que aceptan plenamente la palabra y la ponen en práctica. A ellos (y espero que a nosotros) les dice Jesús: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”.
Jesús nos hace hoy reflexionar que no es lo mismo oír que comprender, no es lo mismo ver que conocer. En este mundo hay muchas palabras interesadas, propaganda egoísta, y se puede correr el peligro de escuchar la palabra de Dios como otra cualquiera palabra interesada; pero Jesús empeñó su vida en sus palabras. Murió por sus palabras o sus mensajes, que son vida que promueve nueva vida.

Cuando vamos a misa, especialmente los domingos, debemos preparar el alma para que la palabra de Dios y su explicación penetren en nosotros y nos estimulen a ser mejores. Para ello hay que ir en paz, si es posible con anterioridad, para que con la oración preparemos el espíritu. De esta manera los “pájaros” de esta vida no se llevarán la semilla, podremos ahondar y evitaremos preocupaciones externas que nos priven del bien que Dios quiere darnos continuamente en su presencia.

16ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 24-4

                  16ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 24-43

El evangelio de este día nos trae tres parábolas de Jesús para explicarnos lo que es el Reino de Dios: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza y la levadura en la masa. Nos fijaremos especialmente en la primera porque es la más larga y porque Jesús mismo la explicó. Es imposible tener un sembrado sin ninguna maleza; mucho menos si ha venido un enemigo y ha sembrado allí hierva mala (cizaña). En el mundo crecen juntos los buenos y los malos. En el tiempo de Jesús había grupos como los fariseos y los esenios, que se tenían por justos y procuraban vivir separados de los “injustos”.
En la Iglesia también se dan los buenos cristianos junto con los menos cristianos, los tibios, los indiferentes o los pecadores. La mayoría de la gente tiene parte de bueno y parte de malo, o es gente que cambia: en momentos es mejor y en momentos es peor. Hay una tendencia instintiva en catalogar, en etiquetar a la gente, y muchas veces se divide la humanidad en buenos y malos. Pero la realidad no es así. Y lo que hoy nos dice Jesús es que no tenemos derecho a juzgar a las personas, porque además muchas veces nos equivocamos. Juzgamos con una autosuficiencia egoísta muy grande. En los medios informativos encontramos mucha intolerancia: insultos, descalificaciones. Y la mayoría de las veces se juzga por situaciones externas ya pasadas, sin dejar a la persona la libertad de poder cambiar y ser de otra manera.
Hoy Jesús nos estimula a tener paciencia, nos invita a la esperanza, que no es pasividad ni indiferencia. Hay que trabajar por el bien; pero con respeto a los otros, que pueden cambiar. El ejemplo de esta paciencia está en Dios. A veces en la Biblia, especialmente en algunos salmos, da la impresión de que Dios es impaciente y hasta vengativo; pero en los pasajes más notables de la Escritura no es así: Dios es clemente y misericordioso, lento a la ira y deseoso de perdonar. La Biblia es el libro de la paciencia de Dios para con su pueblo: llama a todos y a todos acoge y perdona a quien busca la conversión. La Iglesia tiene como misión encarnar la paciencia de Jesús y revelar el verdadero rostro del amor. Podemos recordar aquel suceso cuando algunos discípulos le pedían a Jesús que mandase bajar fuego del cielo contra una ciudad que no les quiso acoger. Jesús les tuvo que decir que no era ese su espíritu ni el mensaje que les había ido enseñando. Jesús reprueba el fundamentalismo religioso.
Hay que recordar que la verdadera separación de buenos y malos se hará después de la muerte. Dios es el único Juez, que juzgará con justicia y misericordia. Dios quiere que todos se salven, y por eso espera pacientemente, porque todos tienen alguna oportunidad de convertirse. Por eso nos rodea con su palabra, con el ejemplo de los buenos y la oración de los consagrados. Por nuestra parte debemos tener más tolerancia, que proviene del respeto a los otros para que haya convivencia. Respeto no es indiferencia o pasar de todo. El respeto indica proximidad para buscar un acuerdo.
El amor y el bien deben desarrollarse con sencillez, pero con grandiosidad, como la semilla pequeña o la levadura en la masa, para ir cambiando las estructuras de la sociedad. La parábola de la mostaza nos indica que la grandeza no está en la espectacularidad, sino en los pequeños actos de cada momento hechos con mucho amor. A nuestro alrededor encontramos personas a quienes catalogamos como peores que nosotros. ¿Conocemos su formación y sus sentimientos interiores? Por nuestra parte nos corresponde el respeto y trabajar siempre por la verdad y con mucha paciencia. Jesús nos da ejemplo de esta paciencia con los pecadores.

 En su Pasión se reveló en todo su esplendor esta paciencia, mostrándolo con su perdón: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Junto a la cruz había dos ladrones; pero uno mostró sus buenos sentimientos y Jesús le acogió con todo el afecto de su corazón. Así quiere que acojamos a todos con bondad y esperar que la misericordia de Dios sea grande con ellos y con nosotros en el juicio final.

jueves, 3 de julio de 2014

Domingo 14-TO

                  14ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 11, 25-30

Hoy nos trae el evangelio palabras muy hermosas de Jesús. Hay dos partes o dos temas: una oración agradecida y una invitación a seguirle en la humildad y en la  mansedumbre. Jesús pronuncia una oración; pero no es para pedir nada, sino para dar gracias a su Padre del cielo. Da gracias por algo que está constatando por experiencia: y es que los mensajes de salvación, que predica, lo captan los pobres y sencillos, mientras que los “sabios y entendidos” no lo llegan a entender. Estos son los que creen que no necesitan nada, que lo tienen todo solucionado, y sin embargo están aprisionados por el egoísmo, por los vicios, por la autosuficiencia.
Dios se revela principalmente a los sencillos, a los que tienen el corazón de pobre, porque no dejan que el egoísmo les prive la claridad de su mirada para percibir la naturaleza del Reino de Dios. No quiere decir que por el hecho de ser pobre u oprimido esté uno ya en el Reino de Dios; sino que las riquezas, sabiduría y grandeza, según el mundo, pueden constituir un grave obstáculo para el Reino de Dios, y que los pobres están en mejor condición de escuchar su mensaje. Jesús da gracias a su Padre porque ve que hay muchas personas sencillas que captan en su corazón, con propósito de ponerlo en práctica, los mensajes del evangelio, mientras que la gente orgullosa se aparta. Cuando un predicador predica la palabra de Dios, si lo hace con humilde y sincero corazón, debería dar gracias a Dios, porque siempre hay alguna persona sencilla que está aceptando esa palabra.
Algo que los orgullosos judíos no querían comprender del mensaje de Jesús es sobre el sentido de Dios Amor y la salvación por medio de un Mesías sencillo y humilde. Los judíos siempre habían pensado que el Mesías debía ser triunfante y nacionalista, al estilo del rey David, o diplomático y rico como Salomón. Pero ya el profeta Zacarías, como lo vemos en la primera lectura, habla del Mesías, que se distingue por la humildad, la justicia y la paz.. Esas características de Mesías humilde y pacífico se las atribuye Jesús a sí mismo y son signos del Reino de Dios, de modo que sus discípulos se deberán distinguir por esas virtudes, y el proyecto del Reino estará más al alcance de los pobres y de los excluidos.
Después Jesús hace una invitación para acoger a los que están fatigados y cargados. Y nos dice que su yugo es suave y su carga ligera. Para los que ven las opciones o exigencias evangélicas desde fuera, sin fe, es muy posible que estas cargas las vean abominables o insufribles; pero para quien tiene fe y se adentra en el mensaje de Jesús y lo acepta con amor, la paz y la mansedumbre se hacen más suaves, con la misma ayuda del Señor. El yugo que Jesús impone no es ligero porque sea menos exigente, como si se tratase de una moralidad muy permisiva, sino porque Él hace ligero el peso con su solidaridad y su participación. Él es el primero entre los pobres, los sencillos y los mansos. Es el primero que carga con la cruz y hace más soportable al que le sigue en cercanía.
Ser manso significa ser violento con uno mismo, pero suave con los demás. Es saber vencer el egoísmo y odio que surge en el corazón para llenarlo de amor. Muchas veces echamos cargas sobre los demás. La actitud del discípulo de Cristo es ir quitando cargas o ayudando a sobrellevarlas. Es la ley del amor.
La misa del domingo debería ser como un descanso en Jesús. Es un acudir a Jesús en medio de las dificultades y cansancios de la semana para recibir paz en el alma. Hay ocasiones en que se pierde o disminuye el sentido de la vida. Nuestra fe nos dice que en la Eucaristía está Jesús presente. Él es nuestra paz, es el descanso para el alma. No se trata de que se quiten los problemas, que quizá sigan, sino de poner amor en medio de esos problemas. Y al mismo tiempo que sirva para darle gracias a Dios por tantas cosas buenas que nos da continuamente.