En
estos domingos pasados se nos presentaba el “discurso de vida” de Jesús en que
proclama lo que será la
Eucaristía : su presencia real por amor a nosotros; una
presencia tan real que le podemos comer, como el abrazo más íntimo que
pudiéramos pensar. Y no sólo que le podemos comer, sino que lo debemos hacer si
queremos tener la vida eterna. Esto es difícil entender cuando no se tiene fe o
cuando se quieren entender los mensajes de Jesús según nos convenga a nosotros,
con todos nuestros intereses materialistas, de orgullo, de poder, de comodidad,
de egoísmo.
Esto
es lo que pasó cuando Jesús hablaba. La gente se decía: “Duras son estas palabras”.
Yo creo que no era sólo por lo de comer el Cuerpo de Jesús. Este comer su
cuerpo llevaba consigo la entrega de nuestro ser en Él y para bien
de los hermanos. Llevaba consigo el aceptar una vida de servicio, no de
triunfalismo, el buscar no sólo comer el Cuerpo de Jesús, sino dejarnos comer
por los demás. Esto requería todo un desprendimiento de muchas cosas,
pero sobre todo del egoísmo y del afán de riquezas, de poder, de lujo, de
comodidades, para el bien de los demás. Por eso, cuando Jesús se dio cuenta de
lo que pasaba, el murmullo y las primeras decepciones, lo explicó diciendo que
en nosotros se da esa lucha entre la carne y el espíritu; y hay muchos que se
dejan llevar por las tendencias de la carne despreciando al espíritu. Uno de
ellos era uno de sus mismos discípulos, Judas. El evangelista lo expresa con
claridad diciendo que estas palabras las había dicho Jesús por causa del
traidor.
Entonces
Jesús tuvo que plantearles claramente a sus discípulos: “¿También vosotros queréis
marcharos?” Fue san Pedro, más voluntarioso, como otras veces, quien le
responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna”.
Esto se parece a lo que nos cuenta hoy la primera lectura, en tiempos de Josué,
el sucesor de Moisés. Eran momentos difíciles para el servicio de Dios, porque
muchos en el pueblo se habían dejado seducir del culto de los dioses en la
tierra que conquistaban. Era un culto más atractivo, porque dejaba que la
persona tuviera muchos vicios apetitosos a los sentidos, pero contrarios a la
ley de Dios. Hasta que Josué tuvo que plantarse y con decisión decir al pueblo:
“¿A qué dios queréis servir? Yo con mi familia serviremos al Señor”. Entonces
el pueblo aceptó servir al Señor Dios que les había sacado de Egipto, no tanto
por convicción de razones, sino por la energía y el ejemplo de aquel hombre que
desgastaba su vida por el servicio a Dios y al bien del pueblo.
La
comunión no es sólo un acto que puede ser más o menos bonito, un acto para
quedar bien ante los demás o ante el mismo Dios. Es sobre todo un acto de fe.
Al terminar la consagración, el sacerdote nos dice: “Este es el sacramento de
nuestra fe”. Y cuando vamos a comulgar nos dice: “El Cuerpo de Cristo”, y
nosotros respondemos: “Amén”. Este amén es un acto de fe, diciendo que es
verdad, que así lo creemos. Pero, como hemos visto otras veces, la fe no es
sólo una creencia intelectual, sino que es sobre todo una entrega en las manos
de Jesús. Es ponerse a su disposición para que vaya aceptando nuestro ser, de
modo que nos asimilemos a su manera de ser.
En nuestro seguimiento a Cristo habrá muchos momentos en que nos parece
todo bastante fácil y tranquilo; pero habrá otros momentos en que, sea por las
pasiones internas o por las dificultades externas, todo se nos hace difícil y
quizá hasta nos haga clamar: “Son muy difíciles los mensajes de Jesús”.
Pero tengamos confianza especialmente cuando le recibimos en la comunión. No es
que haya que ser santos para comulgar; basta que tengamos fe y mucha humildad
para arrojarnos en los brazos de Cristo. Él tiene palabras de vida eterna. Es
decir, que sus mensajes y su gloria no son para un instante, sino para siempre.
Si le recibimos con esta fe, iremos viendo que nuestra vida cada vez un poco
más se irá transformando en su vida y nos costará menos el servir a los demás,
haciéndolo con el gozo y la libertad de Cristo Jesú
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