Los
dos domingos pasados veíamos la primera parte del “Discurso del Pan de vida”
por Jesús en Cafarnaún, donde anuncia el misterio de la Eucaristía. En esa
primera parte nos pedía fe, porque, si no creemos en El, es vano que nos
anuncie la maravilla de podernos unir tan íntimamente por medio de la Comunión. Terminaba
el domingo pasado con lo que comienza hoy. Jesús nos dice que El mismo es el
pan bajado del Cielo que debemos comer. La mayoría de la gente que escucha y
que sólo piensa en el sentido material de las palabras y que no cree que haya
venido del cielo, porque conocen a su familia, comienza no sólo a admirarse de
esas palabras, sino a criticar o murmurar. Al final le tendrán por loco y
muchos, que antes se tenían por discípulos, se marcharán. Esto lo veremos el
próximo domingo. Hoy al ver la grandeza de las palabras de Jesús, hagamos un
acto de fe y sintamos el amor de Dios en la Eucaristía.
Como
la gente murmuraba y tomaba las palabras de Jesús en sentido materialista, como
si ellos tuvieran que comerle pedazo a pedazo, creían que se burlaba de ellos.
Por lo tanto Jesús repitió varias veces lo mismo, como para dar a entender que
no se había equivocado, sino que era verdad. Esto que ahora anunciaba, lo haría
realidad el Jueves santo en la
Ultima Cena. Y no sólo les dio a comer su Cuerpo a los
apóstoles, sino que les dio autoridad para que hiciesen lo mismo, como se
realiza en la santa Misa, para que todos los que quieran puedan recibir ese
augusto alimento.
Se
cuenta que por el año 165, en tiempos de san Justino, que era un filósofo y
escritor, algunos paganos acusaron a los cristianos de algo horrendo y
prohibido, como era comer la carne de alguna persona. Esto se debía a que el
sacerdote decía: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, y: “Tomad y bebed, esta es
mi sangre”. En realidad los paganos no podían entender cómo los cristianos
pudieran quedar tan alegres y al parecer tan satisfechos después de lo que
habían celebrado y recibido. Entonces san Justino tuvo que escribir algo muy
hermoso en defensa de la sagrada Eucaristía.
Algo
que tenemos que tener en cuenta es que Jesús no promete una presencia simbólica
o figurativa, como si fuese un recuerdo o una bella idea. La presencia de Jesús
es real y verdadera. Recibimos el verdadero Cuerpo de Jesús. Es Él en persona
quien viene a nosotros en la comunión. Esto sólo lo puede inventar Dios, de
modo que nos podemos estrechar íntimamente cuando recibimos aquello que parece
un poquito de pan o un poquito de vino. Nuestra fe nos dice que aquello ya no
es pan, sino que es el mismo Jesús que penetra en nuestro ser. Es un acto
sublime de amor de Dios.
Un
buen padre no se contenta sólo con haber dado la vida a sus hijos, sino que les
alimenta y les proporciona los medios para crecer y ser personas dignas. Muchos
medios nos da Dios, después que nos hicimos sus hijos por el Bautismo; pero el
alimento más importante es el que anuncia hoy: su propio Cuerpo. Algo muy
especial que tiene este alimento es lo que se dice desde hace muchos siglos:
que los alimentos corrientes se convierten en nuestra propia naturaleza, porque
son inferiores a nosotros; pero el alimento del Cuerpo de Cristo es tan
superior a nosotros que tiende a que nosotros nos convirtamos en su naturaleza.
Por lo cual no encontramos un medio más importante para unirnos a Dios que
recibir dignamente la sagrada Eucaristía.
Así
que recordemos que cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la Consagración , no se
trata de un simple recuerdo, sino que se está realizando presente el mismo
sacrificio de la Cruz ,
ahora ya glorificado. Y luego Jesús permanece en el Sagrario, para que le
visitemos y le adoremos. Él quiere venir para fortalecer nuestra vida
espiritual. Por eso, cuando vamos a la misa, no vamos sólo para cumplir un
precepto, sino para estar con quien más nos quiere, poder fortalecer nuestra fe
en las luchas de cada día y poder recibir la alegría para la vida. Cuando
rezamos “Danos hoy nuestro pan de cada día”, no sólo pedimos el pan material,
sino el espiritual.