miércoles, 2 de mayo de 2018

Domingo 5º de Pascua B-2018: Jn 15, 1-8


Estas palabras están dichas por Jesús en su despedida de la Ultima Cena; pero son una especie de resumen de ideas que les habría dicho a los apóstoles en aquellos años. Ahora les ha dicho algo muy importante, esencial para nuestra vida en el espíritu. Y es que tenemos que estar unidos con Jesucristo, si queremos que nuestra vida tenga frutos de vida eterna. Un buen profesional o artista puede dejar frutos de su trabajo que sean estimados y perduren cierto tiempo; pero si lo hizo por egoísmo, sin unión con Dios, no le sirve para la vida eterna. Mientras que un trabajo sencillo, como puede ser barrer o lavar, si se hace con sentido de la presencia de Dios o por amor al prójimo, tendrá un valor que perdurará por toda la eternidad.
Para expresar esto Jesús, lo hace con el ejemplo de la vid y los sarmientos, que son las ramas que sostienen los racimos de uvas. Podría haber puesto el ejemplo de cualquier árbol, que produce frutos. Habló de la vid porque era frecuente en Palestina y para muchos era un símbolo nacional. Igual que una rama, si está unida al tronco, da frutos, que pueden ser en abundancia, mientras que si está separada del tronco, no puede dar frutos, nos pasa a nosotros, si estamos unidos o no con Jesucristo.
Cuando hablamos de unión con Jesucristo, en primer lugar nos referimos a la unión fundamental y necesaria, que es el vivir en gracia o sea sin pecado; pero también hablamos del progreso de esta unión, porque es una vida que debe estar en continuo movimiento y progreso. Lo primero y elemental es estar unidos por la gracia. Llamamos “Gracia” a un don especial que Dios nos da porque nos ama. Nosotros lo recibimos en el Bautismo. No tratamos ahora de aquellos que no han podido conocer a Jesús y pueden tener un deseo de bautismo que va incluido en una vida honesta y justa.
Lo hermoso y al mismo tiempo terrible es que Dios nos quiere tanto que nos da la libertad para que cooperando con esa gracia que nos da, podamos merecer un premio. Y digo que es terrible porque muchos usan esa libertad para separarse de Dios. Muchos rechazan la amistad que Dios nos ofrece y, por la soberbia y el egoísmo, rompen la unión que debemos tener con Jesucristo. Esto es el pecado.
Por eso no nos tenemos que conformar con estar unidos con sólo lo elemental. Para evitar caer en pecado, y sobre todo por amor a Dios, debemos progresar cada vez más en esa unión. A veces hacemos la renovación de las promesas del Bautismo. Es como hacer una revisión para ver si estamos en gracia y recibir un nuevo impulso. Pero Jesús nos dejó instrumentos concretos para crecer en su unión. Los sacramentos son la ayuda especial de Jesús, sobre todo la Eucaristía. En ningún momento podemos estar mejor unidos con Jesucristo. Pero también la Eucaristía puede recibirse de forma indigna, si lo hacemos con distracción o por costumbre. Por eso debemos estar preparados por una unión afectiva o del corazón. Y ésta sí que hace las diferencias entre los cristianos. Vemos a dos personas rezar lo mismo: una puede estar unida a Jesucristo en lo más íntimo del alma, mientras que otra apenas roza el corazón.
Hoy también habla el evangelio sobre la oración de petición. Dice que conseguirá todo aquel que reza “unido con Jesús”. ¿Con qué cara va a pedir algo a Jesús aquel que está separado de El por el pecado? Lo primero que debemos pedir, con humildad, es la fuerza y la gracia para evitar el pecado, para estar unido a Jesucristo. Por eso debemos pedir el amor y orar con mucho amor. El amor une y el odio separa.
El ejemplo de la vid y los sarmientos no sólo debemos tomarlo en sentido de cada persona individual. Ya en el Ant. Testamento, especialmente en los profetas, se hablaba del pueblo de Dios, que por no estar unido a Dios en el amor y el cumplimiento de sus mandamientos, en vez de dar frutos buenos, los daba podridos o amargos. Por eso debían convertirse a Dios. En este día pidamos que nuestros frutos sean buenos, que lo serán, si procuramos aumentar continuamente nuestra unión con Dios.


4ª semana de Pascua. Domingo B-2018: Jn 10, 11-18


Todos los años en este domingo, 4º de Pascua, la Iglesia nos presenta a nuestra consideración la alegoría del buen pastor. Es una especie de parábola donde cada palabra y frase tiene una correspondencia espiritual. En este año, ciclo B, nos trae la parte central. Para el tiempo de Jesucristo esta palabra de “pastor”, en el sentido espiritual, tenía mucho vigor. Se llamaba pastor al mismo Dios, como hoy lo vemos en el salmo responsorial. Dios no es un ser abstracto, sino alguien vivo que quiere guiarnos hacia el bien. Jesús nos dirá que Dios es nuestro Padre, que nos creó, que nos envió a su Hijo para redimirnos, que nos guía en nuestro caminar de la vida.
Pastores también se llamaba a veces a los reyes y a todos los que en la vida tienen una responsabilidad de ser conductores o guías de otros. De aquí que las palabras de Jesús proceden de una polémica porque habiendo puesto Dios como guías del pueblo a algunos entendidos en la Ley, en vez de buenos pastores, eran como mercenarios que sólo se preocupaban de su propio bien, descuidando a las “ovejas” o pueblo sencillo. Para ellos la religión no era cuestión de vida y espíritu, sino de leyes externas.
Jesucristo es el “buen pastor”, porque está dispuesto a dar su vida por aquellos a quienes ha venido a salvar. El nos da el alimento espiritual que necesitamos, renueva las energías, cuando estamos cansados, nos guía por el camino recto, cuando encontramos situaciones peligrosas, está a nuestro lado para reparar las heridas del alma. Siempre actúa por amor. Nadie como Jesús puede decir que “las ovejas le pertenecen”. Las conoce de verdad y nos ama a cada uno de nosotros.
En cierto sentido todos somos un poco pastores, ya que encontramos gentes a quienes podemos y debemos guiar hacia el bien. Pueden ser hijos, padres ancianos, amigos, vecinos, compañeros y muchos débiles y necesitados. Pero para el camino de la salvación, el del espíritu, que es el principal camino, Jesús quiso dejar, para representarle, a san Pedro y sus sucesores. Cuando Jesús le daba la responsabilidad a san Pedro le decía: “pastorea a mis ovejas”. Ayudando al sucesor de san Pedro están sobre todo los obispos y sacerdotes. Ciertamente ha habido algunos o bastantes que no han cumplido con el deber de ser buenos pastores; pero la mayoría sí cumplen bien. Por eso no hay derecho a que por unos pocos todos sean perseguidos injustamente. En este día del “buen Pastor” debemos pedir para que haya muchos buenos pastores, que sigan el ejemplo de Jesucristo, hasta dar la vida. Y cuando se dice dar la vida, se entiende que es la fortuna material, la fama, posición social, seguridad, etc.
En esta vida todos necesitamos guías y buscamos ejemplos a seguir. Muchos jóvenes sólo encuentran ejemplos en artistas famosos o deportistas. Ciertamente que éstos tienen una responsabilidad al ser tenidos como ejemplo por muchas personas; pero también debemos pensar que las cualidades externas son transitorias y que lo que queda es el valor espiritual, que a veces en muchos de ellos falta.
Hoy Jesús nos dice que tiene “otras ovejas que están fuera del redil”. Es una llamada universal. Nos indica su deseo de felicidad para todos, para que también nosotros lo compartamos y podamos ser comunicadores de vida, especialmente comunicando amor. El amor no tiene límites y quiere que todos tengan nuestra alegría de pertenecer al grupo de Jesucristo. Para ello debemos conocer más internamente a Jesús. El nos dice que “sus ovejas le conocen”. Conocer para los antiguos no era algo sólo del intelecto, sino que toda la persona estaba involucrada. El verdadero conocimiento llega al amor. No es sólo saber que Dios es nuestro Padre, sino experimentarlo y sentirle a nuestro lado como puede estar el padre o madre de carne y hueso. Hoy con este ejemplo nos quiere enseñar que el Padre, el Hijo y el Espíritu están a nuestro lado, que Dios nos acompaña y nos da la confianza de vivir bajo su misericordia para poder estar un día juntos en su eterna gloria.

Domingo 6º de Pascua B-2018: Jn. 15, 9-17


           
Estas son palabras que Jesús pronunció en su despedida de la Ultima Cena; pero que seguramente repetiría en aquellas apariciones poco antes de su Ascensión, que celebraremos el próximo domingo. El domingo anterior nos hablaba Jesús de la unión íntima que debemos tener con El, como hay entre la vid y los sarmientos. Hoy nos explica en qué consiste esa unión: en el amor. Un amor que procede de la esencia misma de Dios. San Juan hoy en la segunda lectura nos dice que “Dios es amor”. Esa es su esencia: el Padre que entrega su naturaleza amorosa al Hijo, y el Padre y el Hijo al Espíritu, formando la más íntima unidad de amor. Si el Padre fuera egoísta y dijera: toda la naturaleza divina para mí... se destruiría Dios, lo cual no puede ser.
De este amor procede el ideal humano. El amor íntimo de la Santísima Trinidad no lo vemos; pero lo experimentamos en muchas circunstancias. Lo primero: lo que nos dice también hoy san Juan en su carta (I Jn 4, 9): “El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El”. Para el mundo sería una locura que un padre entregue a su hijo para salvar a unos extraños y hasta enemigos. Y Jesús, que es el Hijo de Dios que se hizo hombre, es nuestro ejemplo e ideal de amor. El “pasó haciendo el bien” y nos amó hasta dar su vida en la cruz para salvarnos, siendo como somos pecadores. Nos amó hasta el fin.
Así cumplía el mandamiento de su Padre o su Voluntad. Como, además de Dios, era hombre, no le fue fácil: Hasta “con lágrimas” pedía que pudiera pasar ese “cáliz de amargura”. Pero se arrojaba en las manos de su Padre, que nos ama y veía que es la mejor manera de salvarnos. Con ese amor nos dice Jesús que tenemos que amarnos.
Es su mandamiento por excelencia. Como hay quienes dicen que el amar no se puede mandar, podemos llamarlo: recomendación. Es el principal deseo de Jesús para nosotros, porque es lo que nos dará la verdadera libertad y alegría. El mundo está envuelto en violencia, odios y egoísmo. El amor es el lenguaje de la Iglesia y de los cristianos. El amor es el estilo y el espíritu de la nueva alianza que Dios ha querido pactar con la humanidad. En el Ant. Testamento se hablaba más de sumisión a Dios. Ahora Jesús nos habla de relación amigable con Dios y fraterna entre nosotros.
 En este amor permaneceremos, si guardamos sus mandamientos. No se trata por lo tanto de un amor etéreo o abstracto, sino real y expresado en obras: “Obras son amores y no buenas razones”. No se trata de un amor vacío y de solos sentimientos y buenas intenciones, sino sustentado por buenas acciones hacia los demás. Es tan fundamental el amor entre los cristianos, que en esto “conocerán que somos discípulos de Jesús”. Y será la materia principal de la que seremos juzgados el día final.
El amor nos hace felices. Hoy nos dice Jesús que, si permanecemos unidos a El por el amor y permanecemos unidos entre nosotros, “el gozo será pleno”. Dios no quiere de una manera directa el dolor ni la tristeza. Si Jesús tuvo que pasar por ratos tan amargos fue por culpa de nuestros pecados, pero el final sería la resurrección. A veces para salvar a un hermano o por diversas circunstancias de la vida tendremos dolores y sufrimientos. Pero también los tienen los que viven metidos en el odio. Normalmente el ambiente del que ama es el de la paz y la alegría. Eso sin pensar en la alegría total y definitiva del premio que Dios le dará para siempre. Y la alegría principal es el saberse hijo de Dios Padre y amigo de Jesús. El amor es lo que nos da plenitud. Decía el concilio vaticano II: “El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. El amor libera, el odio esclaviza.
Termina hoy Jesús diciendo que, si estamos unidos a El por el amor, podremos  conseguir todo lo que pidamos en la oración. Esto es así, porque, si estamos unidos a Jesús, lo que pidamos será siempre lo que mejor nos convenga, según la voluntad de Dios. Y el fruto de nuestro apostolado será maravilloso.