Era el día de la entrada triunfal en Jerusalén. Entre la multitud había
unos griegos. Quizá eran una especie de turistas o quizá eran buscadores del
bien y de las cosas de Dios. Y quieren “ver a Jesús”. De hecho ya le veían y
sabían dónde estaba; pero ellos quieren conocerle más personalmente y por eso
piden una audiencia. Felipe y Andrés hacen de intermediarios y les introducen
donde Jesús. La primera enseñanza que nos dan aquellos griegos es el deseo de
“ver a Jesús”. A veces hay deseos de ver a Jesús por curiosidad. Hay otros
deseos malsanos, como el joven drogadicto que busca la salvación por medio de
la droga o quien vende su cuerpo por un poco de dinero. Otros deseos son
normales, como el desocupado que busca trabajo. Nosotros debemos saber
transformar los deseos normales, que son de felicidad pasajera, por la
definitiva que nos dará el conocer personalmente a Jesús. Nosotros debemos mostrar
el verdadero rostro de Jesús. Para ello debemos vivir lo más posible en unión
con Jesús y ser testimonio de su amor con nuestro modo de vivir cada día.
Jesús les hablaría a aquellos griegos de muchas cosas de manera
sencilla; pero el evangelista hoy nos narra los mensajes más grandiosos de
Jesús en aquellos momentos, mensajes importantes para la primitiva iglesia y
mensajes que hoy nos trae la
Iglesia a nuestra consideración en las vísperas de la Semana Santa y
Glorificación.
Jesús nos descubre el éxito de la fecundidad espiritual y apostólica,
que es el resumen del significado de su misma vida. Jesús estaba viendo que
muchas de aquellas aclamaciones de la gente se iban a convertir en terrible
clamor de condena. Y Jesús sufría una especie de agonía. Ya está sufriendo,
pero comprende que eso es la voluntad de su Padre celestial, porque es lo mejor
para nosotros. Pero su muerte es para dar vida, la muerte terminará en
resurrección. Y pone el ejemplo del grano de trigo. Si no penetra en la tierra
y se pudre, no puede germinar y dar fruto. Así es nuestra vida: muriendo se da
vida. A veces se puede entender de morir corporalmente; pero sobre todo se
trata de morir a las pasiones, a los deseos de triunfo mundano, a todo lo que
es egoísmo. Muriendo así, obtendremos vida para nosotros y para los demás en
las labores apostólicas. Muchas veces nos llegará la cruz y el sufrimiento.
Sólo cuando lo abracemos con el amor de Cristo, veremos el sentido de ese
dolor.
Hay muchas situaciones en la vida en que podemos ir muriendo un poco a
nosotros: Puede ser en el matrimonio, el saber ceder a algún capricho o idea,
es cuando evitamos criticar a los demás, o cuando vamos a participar en la Eucaristía aunque no
tengamos ganas. Porque el morir al egoísmo, claro que cuesta; pero en ese morir
está la verdadera vida, que lo experimentaremos aquí y sobre todo en la vida
futura.
Jesús era un verdadero hombre y por eso, cuando preveía su muerte y todo
lo que le venía con la pasión, sufría terriblemente. Hoy se nos expone como una
especie de agonía. De tal manera siente la muerte que está dispuesto a pedir a
su Padre celestial que le libre de ella. Algo así como haría en el huerto de
Getsemaní. Hasta con lágrimas y gritos, nos dice hoy la segunda lectura, que
pedía ser librado de la muerte. Pero se arroja en los brazos del Padre. Este abandono
en el amor del Padre es donación libre y por eso es fecundo de vida. Por eso en
esta humillación suprema de su pasión y muerte es cuando llega el culmen de su
glorificación, que es glorificación de Dios.
Este es el ideal grandioso de la vida de Jesús, la glorificación del
Padre. Y el gran deseo y obsesión de su vida es “hacer la voluntad del Padre”.
Esto es lo que nos enseñó a pedir como algo principal en el Padrenuestro:
glorificar al Padre y hacer en todo su voluntad. Hacer la voluntad de Dios es lo
mismo que seguir a Jesús. Este debe ser nuestro ideal de cristianos. Pero para
seguirle debemos conocerle bien, no sólo por lo que nos dice el evangelio, sino
intimando con Él, como hacían los apóstoles, viendo a Jesús con la fe y con la
apertura del corazón.