miércoles, 14 de marzo de 2018

5ª semana de Cuaresma. Domingo B-2018: Jn 7, 40-53



Era el día de la entrada triunfal en Jerusalén. Entre la multitud había unos griegos. Quizá eran una especie de turistas o quizá eran buscadores del bien y de las cosas de Dios. Y quieren “ver a Jesús”. De hecho ya le veían y sabían dónde estaba; pero ellos quieren conocerle más personalmente y por eso piden una audiencia. Felipe y Andrés hacen de intermediarios y les introducen donde Jesús. La primera enseñanza que nos dan aquellos griegos es el deseo de “ver a Jesús”. A veces hay deseos de ver a Jesús por curiosidad. Hay otros deseos malsanos, como el joven drogadicto que busca la salvación por medio de la droga o quien vende su cuerpo por un poco de dinero. Otros deseos son normales, como el desocupado que busca trabajo. Nosotros debemos saber transformar los deseos normales, que son de felicidad pasajera, por la definitiva que nos dará el conocer personalmente a Jesús. Nosotros debemos mostrar el verdadero rostro de Jesús. Para ello debemos vivir lo más posible en unión con Jesús y ser testimonio de su amor con nuestro modo de vivir cada día.
Jesús les hablaría a aquellos griegos de muchas cosas de manera sencilla; pero el evangelista hoy nos narra los mensajes más grandiosos de Jesús en aquellos momentos, mensajes importantes para la primitiva iglesia y mensajes que hoy nos trae la Iglesia a nuestra consideración en las vísperas de la Semana Santa y Glorificación.
Jesús nos descubre el éxito de la fecundidad espiritual y apostólica, que es el resumen del significado de su misma vida. Jesús estaba viendo que muchas de aquellas aclamaciones de la gente se iban a convertir en terrible clamor de condena. Y Jesús sufría una especie de agonía. Ya está sufriendo, pero comprende que eso es la voluntad de su Padre celestial, porque es lo mejor para nosotros. Pero su muerte es para dar vida, la muerte terminará en resurrección. Y pone el ejemplo del grano de trigo. Si no penetra en la tierra y se pudre, no puede germinar y dar fruto. Así es nuestra vida: muriendo se da vida. A veces se puede entender de morir corporalmente; pero sobre todo se trata de morir a las pasiones, a los deseos de triunfo mundano, a todo lo que es egoísmo. Muriendo así, obtendremos vida para nosotros y para los demás en las labores apostólicas. Muchas veces nos llegará la cruz y el sufrimiento. Sólo cuando lo abracemos con el amor de Cristo, veremos el sentido de ese dolor.
Hay muchas situaciones en la vida en que podemos ir muriendo un poco a nosotros: Puede ser en el matrimonio, el saber ceder a algún capricho o idea, es cuando evitamos criticar a los demás, o cuando vamos a participar en la Eucaristía aunque no tengamos ganas. Porque el morir al egoísmo, claro que cuesta; pero en ese morir está la verdadera vida, que lo experimentaremos aquí y sobre todo en la vida futura.
Jesús era un verdadero hombre y por eso, cuando preveía su muerte y todo lo que le venía con la pasión, sufría terriblemente. Hoy se nos expone como una especie de agonía. De tal manera siente la muerte que está dispuesto a pedir a su Padre celestial que le libre de ella. Algo así como haría en el huerto de Getsemaní. Hasta con lágrimas y gritos, nos dice hoy la segunda lectura, que pedía ser librado de la muerte. Pero se arroja en los brazos del Padre. Este abandono en el amor del Padre es donación libre y por eso es fecundo de vida. Por eso en esta humillación suprema de su pasión y muerte es cuando llega el culmen de su glorificación, que es glorificación de Dios.
Este es el ideal grandioso de la vida de Jesús, la glorificación del Padre. Y el gran deseo y obsesión de su vida es “hacer la voluntad del Padre”. Esto es lo que nos enseñó a pedir como algo principal en el Padrenuestro: glorificar al Padre y hacer en todo su voluntad. Hacer la voluntad de Dios es lo mismo que seguir a Jesús. Este debe ser nuestro ideal de cristianos. Pero para seguirle debemos conocerle bien, no sólo por lo que nos dice el evangelio, sino intimando con Él, como hacían los apóstoles, viendo a Jesús con la fe y con la apertura del corazón.




4ª semana de Cuaresma. Domingo B: Jn 3, 14-21




Nicodemo era un buen fariseo. Procuraba cumplir todas las leyes, pero también buscaba la verdad. Por eso quiso hablar a solas con Jesús. Lo hizo de noche, quizá porque no estaba de acuerdo con sus compañeros. El hecho es que el evangelista Juan nos narra lo principal de esta conversación. Comienza Nicodemo por llamar “Rabí” a Jesús. Es la idea que tenía de Él: un maestro de la ley, que explica la ley, aunque de forma más sublime. Pero Jesús le dirá que es intermediario de Dios para una nueva vida que Dios nos quiere dar. Para recibir esa vida hay que nacer de nuevo, lo que se realiza en el bautismo. Y terminará la conversación con las primeras palabras del evangelio de este día. Él, Jesús, que se hace llamar “el hijo del hombre”, tiene que ser levantado en alto, para que todos los que le miren con fe tengan la vida eterna.
Y pone Jesús el ejemplo de la serpiente de bronce que Moisés había levantado en el desierto. Resulta que, debido a los pecados de los israelitas, en el desierto salieron unas serpientes que con sus mordeduras ocasionaban la muerte a muchos. Entonces Moisés oró al Señor y se le reveló que hiciera una serpiente de bronce, para que puesta en alto librara de las mordeduras a todos los que la miraran. Claro que no era la imagen la que curaba, sino era la fe puesta en Dios, en su grandeza y misericordia, que se veía reflejada en esa imagen, siguiendo el parecer popular de pueblos vecinos. Jesús nos enseña que la cruz es la expresión más grandiosa del amor de Dios y que todo el que mire a Jesús en la cruz con amor y con el deseo y la realidad de seguirle en sus enseñanzas, obtendrá la vida eterna, que no es sólo una promesa de felicidad futura, sino que es la expresión de la verdadera felicidad que Dios quiere para todos.
Y, al terminar ese diálogo, en el versículo 16, según todos los entendidos, es el evangelista quien hace una reflexión, inspirada por Dios, en que expresa la verdad más importante de toda la Biblia: Dios nos ama, y tanto tanto que entrega a su Hijo para que el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna. Toda la historia de Dios con el ser humano es una historia de amor: la creación con la vida material, la redención por medio de Jesús y el perdón, todos los sacramentos que nos ayudan a tener, conservar y aumentar la vida eterna. Dios no quiere la muerte, sino la vida y la alegría. Nosotros, con la libertad dada por Dios, somos los que escogemos a veces la muerte. Dios tiene para todos un proyecto de salvación por medio de Jesucristo.
La cruz no se opone a la alegría, que es compatible con la mortificación y el dolor. En esta vida en que estamos rodeados de pecados, tiene que haber mortificación y dolor para poder salir de ellos y así caminar en la verdadera alegría. A veces es Dios mismo quien, como un buen padre, nos pone las cosas duras para que podamos salir del mal. Como pasaba en el pueblo de Israel, cuando fueron al destierro por sus pecados, como nos narra la primera lectura. Ellos clamaron a Dios, como nos dice el salmo de hoy, y fueron liberados por medio del rey Ciro. Así pasa en nuestra vida. Sin embargo la parte más dura la quiso llevar el mismo Dios, hecho hombre. Jesús fue a la cruz para que pudiéramos tener fuerzas para podernos librar de nuestros males.
Por eso es tan importante mirar a la cruz. Mirar con fe y con amor. Mirar para seguir las huellas de Jesús. Este tiempo de Cuaresma es más apto para esperar en la misericordia de Dios a través de su acción en Cristo Jesús que lo expresaremos más en la próxima Semana Santa. Todo ello terminará en la gloria de la resurrección. Porque Dios nos ha hecho para la alegría. La tecnología moderna aumenta las ocasiones de placer; pero no es lo mismo que alegría. Muchas veces el dinero y los placeres materiales están juntos con la tristeza y la aflicción. La alegría viene del saberse amado por Dios y a la vez amar a Dios. Ese amor se debe traducir en obras buenas, donde la paz de Dios muchas veces abundará en medio de sufrimientos por nosotros y por los demás. El amor siempre engendra alegría.

3ª semana de Cuaresma. Domingo B-2018: Jn 2, 13-25


                   
 En los dos primeros domingos de Cuaresma la Iglesia nos ha propuesto el desierto y la montaña como lugares de oración. En éste, al hablar del templo, con más razón se nos dice que es lugar propio para la oración. Hoy vemos a Jesús en un aspecto inusual de violencia, cuando siempre se nos habla de Jesús manso y humilde. Alguno pregunta ¿porqué Jesús, tan bueno, se nos muestra violento? Pero podríamos preguntarlo de otra manera: ¿Cómo tendría que ser aquello tan malo para que Jesús tenga que recurrir a la fuerza y la violencia, para así poder dejar claro su oposición al mal?
Para comprender lo que pasaba debemos conocer los hechos: Resulta que los israelitas, cuando llegaba la Pascua, solían ir en grandes multitudes al templo de Jerusalén, donde debían ofrecer un sacrificio de un animal, como expresión de culto y adoración al Dios, dueño del universo. El animal solía ser un cordero, o un buey para los ricos, o palomas para los pobres. Pero debía ser “puro”, no contaminado con ventas por pecadores, etc. Por todo ello los encargados del templo, jefes de los sacerdotes, habían montado un opulento negocio en los patios del templo. La gente prefería comprarlo allí, aunque fuese mucho más caro. Además lo tenían que comprar con las monedas del templo: otro gran negocio de los sacerdotes para hacer el cambio.
Así que cuando llegó Jesús al templo, lo menos que se encontró fue con un clima de oración. Todo eran gritos y discusiones por el cambio de moneda y la venta de los animales. Lleno de “celo por la casa de Dios” cogió unas cuerdas, que habrían servido para atar a unos animales, y con ellas comenzó a dar latigazos y derribar mesas con este mensaje: “ésta es casa de oración y no cueva de ladrones”. No era tanto por el hecho de las ventas, cuanto por la avaricia, las injusticias y robos a la gente sencilla que allí se hacían, especialmente por aquellos que debían llevar la gente hacia Dios.
El mal estaba en querer aprovecharse del culto a Dios para enriquecerse a sí mismos, y hacer que el culto, que debe llevar a la conversión del corazón, se convierta en un negocio. Ya sé que muchas veces gente de Iglesia hemos faltado más o menos en esto. Jesús nos invita a la conversión. A todos nos enseña Jesús que normalmente nuestra actuación debe ser por medio de la mansedumbre, aunque a veces puede ser buena una santa indignación. Lo difícil es guardar el punto medio, siempre tendiendo a la moderación. Pasa como en la educación de los padres para con los hijos: hay padres demasiado blandos y permisivos, y los hay demasiado coléricos, que llegan a perder la autoridad por ello. Lo difícil es saber estar en el punto medio y justo. Dios mismo a veces nos trata con dureza porque de otro modo no nos moveríamos hacia el bien.
Lo que hizo Jesús suele decirse que fue como un “gesto profético” o una parábola viviente. Nos enseñó algo importante por medio de gestos. Pero aquellos sacerdotes, que tenían sus intereses materiales, no se quedaron callados y le dijeron: ¿Por qué hacía  aquello? ¿Cuál era la señal de su autoridad? La señal más importante de toda la autoridad de Jesús sería su resurrección. Pero les habló con palabras enigmáticas. Ellos no pueden entenderlo; un día los apóstoles se acordarán y lo comprenderán todo.
Jesús veía lo que habían hecho del templo. Aquellos que lo habían declarado como el lugar exclusivo de oración, impiden que haya un verdadero encuentro con Dios. Jesús nos enseñará que, además del templo, a Dios se le puede encontrar en muchos sitios, especialmente dentro de nosotros. Nos dirá que el verdadero culto a Dios es hacer la voluntad de Dios, y, que al ser nuestro Padre, su voluntad será nuestro bien. No excluye las prácticas externas, que ciertamente nos ayudan, pero insiste más en la vida de intimidad con Dios y en la vida de amor. También nos dice que nuestro cuerpo es templo de Dios y que muchas veces lo profanamos. De ahí el respeto debido a todos, porque Dios habita dentro de nosotros y porque todo lo que hacemos a los demás, sobre todo a los más débiles, se lo hacemos al mismo Jesucristo.