Todos los años el 2º domingo de Cuaresma la Iglesia nos pone para
nuestra consideración el pasaje de la Transfiguración
del Señor. Siempre ha tenido mucha importancia este pasaje en la enseñanza de la Iglesia : hay una fiesta
especial y el papa Juan Pablo II hizo de él un misterio del rosario. En este 2º
domingo de Cuaresma hay una enseñanza especial: que si hacemos penitencias para
mejor seguir a Jesucristo, no es porque las penitencias y la muerte sean un
destino final en nuestra vida, sino que todo eso, siguiendo el camino de Jesús,
nos debe llevar a la vida, a la resurrección.
En este año, que es ciclo B, el evangelio es según
Marcos. Este evangelista era una especie de secretario de san Pedro, y por lo
tanto conocía el suceso de muy buena mano. Pero tenía, al narrarlo, una
finalidad clara en momentos en que por Roma y otros lugares estaba encendida la
persecución. Para aquellos que flaqueaban en la fe les decía que todos los
sufrimientos padecidos por Jesucristo iban a tener un final feliz, porque iban
a reunirse con Cristo resucitado. Esto también nos lo dice a nosotros.
Hacía unos días que Jesús les había dicho a los
apóstoles que El, que se llamaba “el hijo del hombre”, como Mesías, iba a ser
rechazado por los jefes de Jerusalén, sería muerto, pero al tercer día
resucitaría. En esto último no se fijaban mucho. Les había impresionado lo de
ser rechazado y muerto. No comprendían todavía que los planes de Dios no son
como nuestros planes. Ellos pensaban que esa muerte temprana era como un
fracaso en sus esperanzas para renovar la situación político-religiosa de
Israel. Así debió pasar en el alma de Abraham (1ª lectura), cuando Dios le
pidió el sacrificio de su hijo Isaac: todas sus esperanzas parecían fracasadas.
Así pasa quizá en algunos momentos de nuestra vida: muerte de un ser querido,
injusticias contra inocentes, catástrofes naturales... Encontramos preguntas
angustiosas y porqués terribles, pues muchos se preguntan dónde está Dios. Y sin
embargo Dios está junto a nosotros, dirigiendo la historia con amor maravilloso.
La
fe nos dice que ahí está Dios, que lo que quiere de nosotros es el abandono
total en sus manos. Y quizá cuando menos lo esperamos viene la luz de
la transfiguración. Dios se hace presente con mayores bendiciones, como lo hizo
con Abraham, para realizar una mayor alianza de amor.
No sólo sabemos que aceptando la cruz y siguiendo a
Jesús encontraremos un día la resurrección, sino que muchas veces Dios nos
regala aquí momentos felices de gran euforia o momentos de intensa paz. Es comprender en la fe que Dios se interesa por nuestra vida y que nos
ama. Por esto Dios entregó a su propio Hijo (2ª lectura): por nuestra
salvación. Un poco de esto les quería enseñar Jesús a aquellos tres discípulos,
que estaban más preparados para entenderlo. Un día le acompañarían también en
las angustias de Getsemaní. Para esto les llevó a aquella montaña. Para ellos
la montaña era un símbolo de acercarse más a Dios. Nosotros sabemos que no es necesario
subir a un monte para encontrarse con Dios, sino entrar más dentro de nuestro
ser. Es una invitación para una oración más intensa en este tiempo de cuaresma.
Los tres apóstoles estaban muy contentos. Tanto que
Pedro dice: “¡Qué bien estamos aquí!” y querían quedarse allí. En nuestra vida
también podemos caer en la tentación de querer tener la recompensa, sin haber
hecho el trabajo necesario. En la vida de seguimiento al Señor se
mezclan los días radiantes con las noches oscuras. En todos los momentos
pongámonos siempre en las manos del Señor y sepamos escuchar a Jesús. Este es el mandato que les da a los tres
el Padre celestial: estar siempre en continua escucha de la palabra y
gestos de Jesús. Escuchar a Jesús es escuchar las enseñanzas de la Escritura y de la Iglesia. Por eso está
reunido Jesús con Moisés y Elías, que representan la ley y los profetas. Y
escuchar a Jesús es comprender que siguiendo su vida de entrega, de sacrificio
por los demás hasta llegar a la cruz, llegaremos ciertamente a la verdadera
vida de resurrección.