Hoy
nos habla Jesús de algo esencial y que muchas veces hizo resaltar para
diferenciar lo que entonces enseñaban los doctores de la ley judía con lo
principal de nuestra religión que es el amor. Los doctores se preocupaban de
enseñar leyes, y estaban persuadidos que quien mejor cumplía esas leyes, en el
sentido material o externo, más agradaba a Dios. Jesús constantemente nos dice
que Dios mira sobre todo el corazón y que es más agradable a Dios quien más ama
y sirve a los demás.
Un
doctor de la ley se acerca a Jesús para hacerle una pregunta. Dicho así podría
ser algo muy bueno, porque es muy bueno que nos preocupemos por preguntar
nuestras dudas de religión a quienes creemos están más preparados. Sólo con el
hecho de preguntar, ya estamos haciendo un mérito grande ante Dios. Lo malo de
entonces es que aquel doctor ya sabía lo que debía hacer, o por lo menos se lo
creía, y le pregunta a Jesús para tentarle, que es como tener la pretensión de
hacerle un examen y poderle poner una calificación. Jesús le pregunta qué es lo
que está escrito y aquel doctor responde correctamente. Jesús le dice que si lo
cumple obtendrá lo que quiere, que es la vida eterna. Aquel doctor ve que todo
ha sido demasiado sencillo y le propone algo más a Jesús: ¿Quién es mi prójimo?
Esto
sí tenía ya más interés, porque para los judíos “el amor al prójimo” creían
que se refería sólo para ellos, los de su raza, que no fuesen
pecadores, no los extranjeros. Jesús quiere darle una lección de amor
universal. Pero no se queda en teorías, sino que responde con una
parábola hermosa: la del “buen samaritano”. El amor debe manifestarse en la
práctica: “Obras son amores y no buenas razones”.
Y
como quiere decirle que el verdadero amor está por encima de los actos de culto
y de los intereses propios, le pone el ejemplo de dos personas que no sólo
conocen los actos de culto sino que parece que vienen de cumplir con sus
“obligaciones” para con Dios. Es lo que parece que quiere indicar con eso de
que “bajaban
de Jerusalén”. Iban tranquilos porque habían cumplido las leyes
externas para con Dios; pero no se dignan atender al necesitado que está medio
muerto. Entonces pasa un samaritano, que para aquel doctor era como un enemigo,
o quizá como un “ilegal indocumentado” y actúa con misericordia. Ayuda de forma
que nos parece casi exagerada. Eso nos parece a los que tenemos una
misericordia muy pequeña. Jesús enseña una vez más lo que había repetido, SU
PADRE, que Dios quiere la misericordia mucho más que todos los sacrificios. Es
difícil a veces “detenerse”, para hacer el bien, cuando se necesita socorrer.
Para ello lo primero es tener compasión, como decía san Pablo: “sufrir con el
que sufre y llorar con el que llora”.
Simbólicamente
Jesús es el gran samaritano, que ha venido del cielo para aliviarnos a nosotros
que estamos caídos y con tantas necesidades. A veces surgen “salvadores de la
humanidad”, que lo único que buscan es su propio provecho, faltándoles el amor.
Cuando el evangelio dice del samaritano: “se movió a compasión”, usa el
evangelista los mismos términos que cuando habla de la misericordia de Dios o
de Jesucristo, quien siendo Dios, se sacrificó por nosotros hasta la muerte de
cruz. Esa misericordia sigue derramándola hacia nosotros desde su presencia
real en la Eucaristía.
Hoy
también nos dice Jesús, como le dijo al doctor al terminar la parábola: “Vete y
haz tu lo mismo”. No basta con conocer lo que debemos hacer, sino que lo
tenemos que hacer. A veces cuando se habla de amar a los demás, puede haber en
el fondo un poco de diferencias entre superior e inferior. Hoy se habla del
“prójimo”, que da una idea de cercanía o de igualdad, y sobre todo de
universalidad.