jueves, 23 de abril de 2015

4ª semana de Pascua. Domingo B-2015: Jn 10, 11-18



  Todos los años en este domingo, 4º de Pascua, la Iglesia nos presenta a nuestra consideración la alegoría del buen pastor. Es una especie de parábola donde cada palabra y frase tiene una correspondencia espiritual. En este año, ciclo B, nos trae la parte central. Para el tiempo de Jesucristo esta palabra de “pastor”, en el sentido espiritual, tenía mucho vigor. Se llamaba pastor al mismo Dios, como hoy lo vemos en el salmo responsorial. Dios no es un ser abstracto, sino alguien vivo que quiere guiarnos hacia el bien. Jesús nos dirá que Dios es nuestro Padre, que nos creó, que nos envió a su Hijo para redimirnos, que nos guía en nuestro caminar de la vida.
Pastores también se llamaba a veces a los reyes y a todos los que en la vida tienen una responsabilidad de ser conductores o guías de otros. De aquí que las palabras de Jesús proceden de una polémica porque habiendo puesto Dios como guías del pueblo a algunos entendidos en la Ley, en vez de buenos pastores, eran como mercenarios que sólo se preocupaban de su propio bien, descuidando a las “ovejas” o pueblo sencillo. Para ellos la religión no era cuestión de vida y espíritu, sino de leyes externas.
Jesucristo es el “buen pastor”, porque está dispuesto a dar su vida por aquellos a quienes ha venido a salvar. El nos da el alimento espiritual que necesitamos, renueva las energías, cuando estamos cansados, nos guía por el camino recto, cuando encontramos situaciones peligrosas, está a nuestro lado para reparar las heridas del alma. Siempre actúa por amor. Nadie como Jesús puede decir que “las ovejas le pertenecen”. Las conoce de verdad y nos ama a cada uno de nosotros.
En cierto sentido todos somos un poco pastores, ya que encontramos gentes a quienes podemos y debemos guiar hacia el bien. Pueden ser hijos, padres ancianos, amigos, vecinos, compañeros y muchos débiles y necesitados. Pero para el camino de la salvación, el del espíritu, que es el principal camino, Jesús quiso dejar, para representarle, a san Pedro y sus sucesores. Cuando Jesús le daba la responsabilidad a san Pedro le decía: “pastorea a mis ovejas”. Ayudando al sucesor de san Pedro están sobre todo los obispos y sacerdotes. Ciertamente ha habido algunos o bastantes que no han cumplido con el deber de ser buenos pastores; pero la mayoría sí cumplen bien. Por eso no hay derecho a que por unos pocos todos sean perseguidos injustamente. En este día del “buen Pastor” debemos pedir para que haya muchos buenos pastores, que sigan el ejemplo de Jesucristo, hasta dar la vida. Y cuando se dice dar la vida, se entiende que es la fortuna material, la fama, posición social, seguridad, etc.
En esta vida todos necesitamos guías y buscamos ejemplos a seguir. Muchos jóvenes sólo encuentran ejemplos en artistas famosos o deportistas. Ciertamente que éstos tienen una responsabilidad al ser tenidos como ejemplos por muchas personas; pero también debemos pensar que las cualidades externas son transitorias y que lo que queda es el valor espiritual, que a veces en muchos de ellos falta.

Hoy Jesús nos dice que tiene “otras ovejas que están fuera del redil”. Es una llamada universal. Nos indica su deseo de felicidad para todos, para que también nosotros lo compartamos y podamos ser comunicadores de vida, especialmente comunicando amor. El amor no tiene límites y quiere que todos tengan nuestra alegría de pertenecer al grupo de Jesucristo. Para ello debemos conocer más internamente a Jesús. El nos dice que “sus ovejas le conocen”. Conocer para los antiguos no era algo sólo del intelecto, sino que toda la persona estaba involucrada. El verdadero conocimiento llega al amor. No es sólo saber que Dios es nuestro Padre, sino experimentarlo y sentirle a nuestro lado como puede estar el padre o madre de carne y hueso. Hoy con este ejemplo nos quiere enseñar que el Padre, el Hijo y el Espíritu están a nuestro lado, que Dios nos acompaña y nos da la confianza de vivir bajo su misericordia para poder estar un día juntos en su eterna gloria.

Domingo 3º de Pascua B-2015: Lc 24, 35-48



En estos domingos de Pascua nuestra reunión eucarística tiene una importancia añadida, pues evocamos más vivamente el misterio de la resurrección de Cristo, que es la piedra fundamental sobre la que se basa nuestra fe y la esencia del cristianismo. Esta fe no consiste sólo en creer que Cristo resucitó, sino en hacerlo vida por medio de alguna experiencia viva en la oración, en la caridad, en el trato con los demás.
Estaban los dos discípulos de Emaús contando entusiasmados lo que les había pasado con aquel caminante y cómo al fin reconocieron que era Jesús. Una cosa es creer lo que te dicen y otra es sentirlo personalmente. Por eso los otros seguían tristes, cuando se presenta Jesús. Piensan que es un fantasma, pero Jesús con mucho cariño les da pruebas de que es Él mismo: les muestra las señales de la Pasión y hasta come con ellos. Primeramente les da la paz, pues la necesitaban. También a nosotros nos da su paz. Es un gran signo de vivir resucitados con Cristo. En realidad todo el mundo desea la paz; pero hay muchas maneras de entender la paz. Algunos quieren que siga la paz que tienen, que es la del bienestar, la del poder político, sin ver cómo están los demás. Para otros significa el que les dejen tranquilos. Para otros sólo ven la paz del cementerio. La paz del Señor es algo mucho más profundo y dinámico. Reside en lo profundo del corazón. Para ello se debe quitar el egoísmo, el afán de dominio, la venganza, la intransigencia. Es un don del Espíritu Santo que debemos pedir.
Y junto con la paz les da la alegría. Por eso quiere que se quite toda turbación. A nosotros también quiere darnos la alegría verdadera, que es certeza de estar con Dios, a pesar de las dificultades que podemos encontrar. Podemos decir con san Pablo: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? Nada ni nadie”. Y estamos en el amor de Cristo, si estamos persuadidos de que Cristo ciertamente resucitó y vive con nosotros.
Jesús “les abrió la inteligencia para que entendieran la Escritura”. Nosotros también necesitamos que se nos abra la inteligencia: algo que siempre debemos pedir a Dios. Para poder entender las Escrituras, la Iglesia nos presenta en la primera parte de la Misa diversos pasajes de la Escritura y luego se nos explica. Poner interés en ello es tener abierto el corazón, que es lo que Dios quiere para que se abra la inteligencia y esa Palabra de Dios pueda penetrar en nuestro espíritu. Lo que Jesús les quiere hacer ver es que, según las Escrituras, convenía que El hubiera muerto, y con una muerte tan terrible, para que la resurrección pudiera ser más feliz y más provechosa para nuestra salvación. ¿Estamos convencidos de que Cristo vive entre nosotros?
Los apóstoles lo necesitaban especialmente porque iban a ser los testigos de cristo y los propagadores de la fe. Una de las razones para creer en la resurrección de Cristo son los muchos testigos fieles a través de la historia. Muchos entregando su vida en el martirio, otros entregando sus bienes de este mundo para vivir la alegría de Cristo resucitado en soledad o en compañía o en el testimonio misional.
Jesús come con los apóstoles. No se trata sólo de un hecho material. Para Jesús las comidas era un momento de intimidad y era un momento de dar a conocer grandes mensajes. Hoy nos da la certeza de la resurrección, a pesar de las calamidades de la vida. Y precisamente la resurrección nuestra llegará si sabemos llevar con paz y con alegría las dificultades. Dar alegría a los demás es uno de los grandes signos para poder decir que palpamos a Cristo resucitado. Debemos palparlo en la oración, en la celebración de la Eucaristía, en tantos ejemplos de personas buenas, en la caridad.

Hoy en el salmo responsorial pedimos: “Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor”. En medio de tantas tinieblas que hay en el mundo, que la luz del Señor brille entre nosotros. Para ello debemos morir al pecado constantemente, porque el pecado es lo que trae las tinieblas y sentir, como Jesús les dijo a los apóstoles, que seamos misioneros de la alegría y la paz del Señor resucitado.

sábado, 11 de abril de 2015

2ª semana de Pascua. Domingo B-2015: Jn 20, 19-31


Todos los años en este 2º domingo de Pascua la Iglesia nos presenta esta parte del evangelio en que Jesús se presenta ante sus discípulos el domingo de la resurrección y  vuelve a presentarse al domingo siguiente ante ellos, estando ya Tomás. Una primera enseñanza que podemos sacar de esto es que Jesús, aunque siempre está espiritualmente con nosotros, desea estar de una manera más viva el día del domingo. Podemos decir que estableció este día, como distintivo de su presencia resucitada.
Siempre que asistimos a misa celebramos la muerte y resurrección de Jesús. Lo proclamamos especialmente al terminar la consagración. Pero el domingo es el día del señor, el día también del encuentro de la comunidad formando una unidad de amor y de fe, como nos dice hoy la primera lectura hablando de la primitiva comunidad que “tenían un solo corazón y una sola alma”. Consecuencia de ese amor era el repartirse los  bienes externos y vivir en verdadera comunidad. Ese era un testimonio de que Cristo había resucitado. Tenían sus defectos, pero éste es el ideal.
En todas las épocas ha habido y hay comunidades de fieles, hombres y mujeres, que tienen esta vida de paz y de unidad, de modo que son testimonio de que Cristo vive entre nosotros. Y aunque no tengamos esta unidad tan plena, el hecho de que en medio esté el amor a Cristo y entre nosotros significa ser testigos del Señor.
Jesús viene en aquella tarde noche a consolar a sus discípulos. Y como Jesús es bueno y es el Señor, en su visita les da unos grandes dones. Lo primero la paz, pues la necesitan. Estaban llenos de miedo, pues los que habían condenado a Jesús, podían ahora ir a por ellos. Jesús era, según los profetas, el “príncipe de la paz”. Siempre la paz era un signo de su presencia, desde que nació en Belén.
Y juntamente con la paz les dio la alegría. Es lo propio de estos días de resurrección. La paz y la alegría son dos frutos del Espíritu Santo. Por eso a continuación “sopló sobre ellos”. Es un signo simbólico de dar algo importante, de dar vida. Se parece a lo que se dice de la creación, dando el soplo de la vida. Así pues, les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. Quizá más propio sería decir: “Recibid Espíritu Santo”. De una manera solemne recibirían el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Ahora lo recibían según la capacidad que tenían, con las imperfecciones de este momento.
Y como siempre tendremos imperfecciones y pecados, necesitaremos el perdón de Dios. Para que sea fácil poder recibir el perdón de Dios, Jesús les da a los apóstoles el poder de perdonar pecados. Este es un poder maravilloso que sigue teniendo la Iglesia y que administra por medio de los sacerdotes. Todos tenemos que dar muchas gracias a Jesús por este don y tenemos que aprovecharnos de él para obtener el perdón.
Pero Tomás no estaba entonces. Quizá vendría a los pocos días. Quien no se une a su comunidad se pierde muchas gracias de Dios. Quizá por mezcla de orgullo y por  amor mal entendido hacia Jesús, se puso terco y no quiso creer. Sus palabras: “Si no veo la señal de los clavos, etc..” demuestran que estaba encerrado en la idea de un Cristo pasado y no en el de Jesús resucitado, que da vida. Hasta que vino Jesús, el domingo siguiente, y con mucho cariño le mostró la señal de los clavos en sus manos y  la herida del costado. No hizo falta tocar, porque ante la vista de Jesús se acrecentó su fe en Jesús, no sólo como hombre resucitado, sino como Dios. Y con mucho amor pronunció la declaración más hermosa del evangelio: “Señor mío y Dios mío”. Era un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites.

Jesús se lo agradece, pero dice algo grandioso para nosotros: “Dichosos los que tienen fe sin haber visto”. Podemos decir que las dudas de Santo Tomás sirven para confirmar nuestra fe. Y como dice la 2ª lectura, que es de la 1ª carta de san Juan, si creemos de verdad en Cristo resucitado, con una fe que debe ir unida al amor de Dios y de los hermanos, habremos vencido al “mundo”, como símbolo del mal.

viernes, 3 de abril de 2015

Domingo de Resurrección-2015: Jn 20, 1-9

                           


Evangelio significa Buena Noticia. Hoy se nos da la mejor de las noticias: Cristo ha resucitado. Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería vana, descansaría en el vacío y en la muerte. Pero Cristo resucitó y nuestra fe se acrecienta en la esperanza de que nosotros también un día podemos resucitar y entrar en la vida definitiva. Proclamar la Resurrección es anunciar que la muerte está vencida, que la muerte no es el final.
Nadie fue testigo del momento de la resurrección del Señor, porque no fue un hecho físico y sensible como el de levantarse del sepulcro para vivir la vida de antes. Fue un hecho estrictamente sobrenatural. Los apóstoles no vieron el hecho transformante, pero fueron testigos de los efectos: Vieron a Jesús, le palparon, y este acontecimiento les trasformó totalmente la vida. Hay personas que quizá piensen que la resurrección de Jesús fue como un revivir, como fue lo de Lázaro, la hija de Jairo o el joven de Naín. En ese caso después tendría que volver a morir. Lo de Jesús fue un paso adelante hacia otra vida superior, hacia una vida para siempre, una vida que será para nosotros.
Hoy lo primero que se nos pide es un acto de fe: creemos que Cristo resucitó, que vive entre nosotros. Si Cristo resucitó es porque vive para nosotros y en nosotros. La Resurrección del Señor no es un acto que pasó. Es actual, porque vive y lo debemos sentir que está con nosotros. La Resurrección nos revela que Dios no nos abandona, sino que está con nosotros en nuestro caminar de la vida. Por eso es un día de acción de gracias y de alegría. La alegría es un fruto del Espíritu Santo. No debemos ahogarla aunque hayamos sufrido con Cristo clavado en la cruz el Viernes Santo. Precisamente a aquellos que más unidos estuvieron con el dolor de Jesús en su muerte, en el día de su resurrección Jesús les quiere dar una mayor alegría. Sentir la alegría de Cristo resucitado sería una gracia que debemos pedir a Dios vivamente en este día.
El evangelio de este domingo nos cuenta cómo María Magdalena, al ver el sepulcro vacío, va a contárselo a los apóstoles. Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, marchan a toda prisa al sepulcro. Los dos ven lo mismo: que el cuerpo del Maestro no está, que las vendas y ropa están bien colocadas, cosa que no harían unos ladrones, y el que más ama cree. La fe verdadera es una mezcla de razones y de amor. En este día se nos dan razones para creer, sobre todo por el testimonio de los apóstoles y otras personas, que sintieron transformada su vida y con su predicación comenzaron a transformar al mundo. Así nuestra vida de cristianos tiene que ser también un testimonio de que Cristo vive entre nosotros. Y esto será verdad si nuestra vida es una vida de seres resucitados o vivificados por el impulso de Jesucristo.
Como al discípulo amado también nuestro amor debe llevarnos a la fe. La alegría de la Pascua madura sólo en el terreno de un amor fiel. También nuestro apostolado será más eficaz, si vivimos como personas resucitadas con Cristo.  Hoy san Pablo nos dice en la segunda lectura que, si hemos resucitado con Cristo, debemos aspirar a los bienes de arriba. Es lo mismo que cuando pedimos que “venga su Reino”. En primer lugar ese reino pedimos que venga sobre nosotros y también sobre los demás.

Cuando comenzaron a predicar los apóstoles, como se dice en la primera lectura, el principal mensaje era la Resurrección de Jesús: que El vive. Esta es nuestra gran persuasión. Por eso se enciende el cirio pascual en la liturgia: para recordarnos que Cristo está vivo entre nosotros. En verdad, como decía san Pablo, si Cristo no hubiera resucitado seríamos “los más miserables de los hombres”. Es el día de reavivar el compromiso bautismal para estar más unidos a Cristo, como se hacía anoche en la Vigilia. Hoy saludamos con alegría a la Virgen María, que fue la que más se alegró en ese día. Y la pedimos que nos ayude a que vivamos en nuestro corazón el misterio de esta alegría, para que podamos dar testimonio en nuestro trabajo de cada día del amor y la esperanza que Cristo resucitado nos da en nuestro caminar.

Domingo de Ramos B-2015: Mc 11, 1-10. Evangelio: Mc 14,1-15,47

                
  Comenzamos la Semana Santa. La Iglesia nos presenta en esta semana los hechos más importantes de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Dios nos podría haber salvado con medios más sencillos, pero quiere unirse a nuestro dolor y testifica con su sufrimiento que su amor es sincero, es grandioso y que merece toda nuestra correspondencia. Para ello Dios se hizo hombre, aceptó un cuerpo como el nuestro y se entregó a la muerte y una muerte de cruz.
Pero el dolor no es el final de Jesús, como tampoco Dios quiere que sea nuestro final, sino la gloria y la felicidad. Por eso esa demostración sublime de amor terminó en la gloria de la resurrección. Hoy comenzamos la consideración de la Pasión de Jesús, que va unida al triunfo de su entrada en Jerusalén. La liturgia de este día tiene dos partes: En la primera asistimos al recuerdo, hecho vida en nosotros, de la entrada triunfal de Jesús. Después se celebra la misa donde se lee en el evangelio la Pasión de Jesús. Este año, que es el ciclo B, las dos lecturas son del evangelio de san Marcos.
San Marcos es el evangelio más sencillo. Según todos los entendidos fue el primero que se escribió. San Marcos era algo así como el secretario de san Pedro, de quien recoge estas grandiosas vivencias de un modo tierno y sencillo. En la entrada triunfal en Jerusalén se fija de una manera especial en la sencillez y mansedumbre. Parece ser que fue el mismo Jesús quien suscitó esa entrada cabalgando como en señal de triunfo o más bien de protagonismo profético. Porque ya lo había dicho el profeta que el Mesías iba a entrar en Jerusalén aclamado, pero de una manera humilde. La diferencia con un líder triunfador es que éste hubiera entrado cabalgando un caballo muy bien adornado, mientras que Jesús va a entrar cabalgando un burro o borriquito.
Algo que debemos destacar en esta “entrada” es la aclamación profética que hacen las gentes sencillas, que se dejan llevar del entusiasmo de algunos. Seguramente los apóstoles serían algunos de los que excitarían a muchos a gritar: “hosanna”. Pero hoy nuestra consideración debe ir a la inconstancia de la gente, precisamente por no estar muy fundamentada en la fe y en el amor. Muchos de los que ese día gritaban “hosanna”, el viernes santo gritarían: “Crucifícale”. Para nosotros debe ser una gran lección y un acicate en nuestra fe y en el amor a Jesús. Hoy nosotros debemos clamar y bendecir a Jesús: a Dios que se hizo hombre por nuestro amor. Él quiere entrar triunfante en nuestros corazones. En vista de aquella falta de coherencia de la multitud, prometamos al Señor ser fieles y perseverantes en la fe y en el amor continuo a Dios.
En esa entrada de Jesús también se va fraguando la Pasión, porque allí estaban los enemigos de siempre, fariseos y jefes religiosos del pueblo. Estaban llenos de envidia porque la gente se iba tras de Jesús. Esto llenaba la copa de su indignación y soberbia. Donde no hay amor y perdón, la venganza y el rencor no tienen freno.
En la misa de hoy se lee la Pasión. San Marcos recalca al principio el drama de Judas. Es muy difícil entrar en esa alma atormentada por las dudas sobre el mesianismo de Jesús, por la ambición de dinero y quizá de poder temporal. El hecho es que ese hombre se siente decepcionado por los mensajes de Jesús de amor y perdón. Judas hubiera preferido a un Mesías poderoso y ambicioso en lo material. También aparecen los enemigos de Jesús, los de siempre, rematando su obra de odio en aquella noche con la ayuda de Judas.
 Y nosotros debemos pensar que las acciones grandes no se hacen de un momento a otro, sino que se van preparando por pequeños actos. ¿Para qué nos preparamos nosotros? Seamos perseverantes en el bien y en el aclamar a Jesús, veamos y aprendamos su gran humildad y mansedumbre, su entrega al sufrimiento o al triunfo.