23ª semana del tiempo ordinario.
Domingo A: Mt 18, 15-20
Acababa Jesús de
hablar sobre la oveja perdida, la que se ha apartado de las otras 99, y dice
que la voluntad del Padre del cielo es que no se pierda ni uno sólo, aunque ése
nos parezca pequeño o de poca relevancia. Ahora Jesús nos da algunos consejos
para ver qué podemos hacer nosotros para atraer o ganar a ese hermano perdido.
Hoy nos habla de
la “corrección fraterna”. De hecho directamente se trata del que nos ha
ofendido, ya que el que se siente ofendido debe dar normalmente el primer paso
para la reconciliación; pero las palabras de hoy se aplican para otros muchos
casos. Y ello es porque no nos salvamos solos. Somos seres sociables y formamos
parte de una comunidad. Y todos debemos preocuparnos de los demás.
Esto quiere decir
que no debemos ser indiferentes ante las acciones de los demás. Un padre no
siempre tiene que callar, ni el maestro o el educador deben permitirlo todo, ni
un amigo desentenderse cuando ve que su amigo va por mal camino. No es que nos
vayamos a meter siempre en los asuntos de los demás, pero sí debemos sentirnos
corresponsables de su bien. No es lo mismo indiferencia que respeto a la
libertad. Porque hay personas que aparentan ser respetuosos; pero en el fondo
es porque no les importa nada la otra persona. Hay gente que dice que no se
mete con nadie, pero es porque nadie tiene sitio en su vida egoísta. Creen que
no necesitan de nadie; pero todos nos necesitamos y, pensando en cristiano,
todos somos hermanos, que vamos juntos en este caminar hacia Dios. Ser
indiferente es tener la actitud de Caín, cuando respondió a Dios: “¿Soy yo
acaso el guardián de mi hermano?”
Tenemos que
corregirnos, porque la Iglesia
no es una comunidad de “puros”, sino de pecadores. Lo difícil es saber cómo
debemos hacerlo. Jesús lo ha previsto y ha dispuesto una serie de actitudes a
tomar. Lo primero es que la corrección debe ser entre dos. El que ha visto el
“mal” en otro debe dar el primer paso: un paso discreto, que no debe trascender
a ser posible, para que el hermano pueda conservar su honor y reputación. Jesús
nos enseña la delicadeza y el no airear los defectos de los demás; porque esto
no sólo no le salvaría, sino que le hundiría aún más. Lo esencial es el amor.
La corrección debe hacerse con humildad y sobre todo no dejarse llevar por
simpatías o antipatías, sino por un amor verdadero: desear el bien del hermano.
Por ello es tan importante el diálogo. Y si lo es para todos, mucho más
para los esposos.
Este es el primer
paso: el diálogo entre dos, no las críticas externas, con las cuales no se
consigue nada positivo. Con el diálogo personal a veces sí se consigue. Si es
así, podemos escuchar las palabras de Jesús: “Has ganado a un hermano”. Pero
hay veces que tampoco lo consigue el diálogo personal. No hay que resignarse a
los fracasos. Tampoco hay que condenar enseguida sin probar otros medios. Jesús
nos habla de llamar a algunos otros: puede ser la familia, especialmente los
padres o superiores. A veces tampoco resulta. Entonces es que el mismo pecador
se excluye de la comunidad. En la historia de la Iglesia se ha empleado la
excomunión, como signo de autoridad. Pero de hecho lo que significaba es que la Iglesia constata la
separación que ya se ha dado en el corazón de aquel cristiano: su propia autoexcomunión.
Estas palabras de
Jesús no son sólo para que aprendamos a corregir, sino también para que
aprendamos a ser corregidos, porque todos somos pecadores. Todo ello realizado
dentro del amor cristiano y en clima de oración. La Iglesia es una comunidad
que ora. El ambiente de oración debe influir nuestra vida cristiana, como
influye particularmente la vida de una familia cristiana. Esta vida de oración
no sólo es signo de la presencia de Dios, sino que en realidad Jesús dijo que
iba a estar presente cuando ve que una comunidad se reúne para orar. De hecho
esta oración es el signo real de que ha habido perdón y que ese perdón está
actual en la comunidad. Por medio de esta unión es como la Iglesia es signo ante el
mundo de la presencia de Dios.
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