martes, 30 de septiembre de 2014

26 D-TO.2014 (A)

26ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 21, 28-32
Eran los últimos días de la vida de Jesús. Él seguía predicando y quería dejar claro que la gracia de Dios es para todos, que Dios había escogido un pueblo, el de Israel, para extender el Reino de Dios por el mundo; pero no había sabido cumplir este gran programa de Dios y llegaba el tiempo de una nueva alianza, donde otros, tenidos por paganos y pecadores, serían los portadores de esta antorcha de luz por el mundo. Todo esto les molestaba a los escribas y fariseos y más a los jefes religiosos, acostumbrados a vivir muy bien, amparados en sus puestos dentro de esa religión.
Hoy Jesús les dice la parábola de aquel padre que manda a sus dos hijos a trabajar. Uno dice que no, pero va; el otro dice que sí, pero no va. Lo primero que quiero hacer resaltar es el hecho de que Jesús utiliza varias veces la figura de Dios como padre en sus parábolas. Los judíos en sus enseñanzas utilizaban más la figura del rey para simbolizar a Dios: un rey con aspecto de soberano legislador y hasta vengador. Por eso los judíos se sentían ante Dios como súbditos, siervos, vasallos, pero no como hijos. Jesús nos enseña sobre todo que Dios es nuestro Padre, y que podemos sentirnos como hijos por la gracia del Espíritu. Para Jesús Dios es un padre que utiliza todos sus bienes y su poder para ayudar a sus hijos. Pero nos pide colaboración en los trabajos apostólicos, que hoy aparecen como la viña del Señor. El primero de los hijos hace un gesto como de mal educado diciendo que no quiere; pero es un gesto de libertad en el amor. Luego viene la reflexión y tiene un gesto de confianza en la bondad de su padre, que  sabe que le va a perdonar. Por eso se arrepiente.
El segundo hijo dice sí. Es muy posible que fuese por temor al castigo. Cierto que es por querer quedar bien, por conservar las maneras; pero no es por convencimiento propio, porque de hecho no va. En realidad no actúa por amor a su padre, sino que hace su propia voluntad. Jesús, al explicar el sentido de la parábola, les viene a decir a la clase dirigente del pueblo que están reflejados en este segundo hijo. Y lo que más les molesta a estos dirigentes no es sólo que les compare con los pecadores, sino que muchos de éstos son superiores en el Reino de Dios. Jesús recuerda que los judíos tenían por pecadores a los “publicanos y prostitutas”. Eran dos clases de gentes que solían repetir siempre cuando hablaban de alguien que había caído muy bajo en lo social o religioso. No era sólo por su oficio, sino por lo que ambas clases tenían de unión con los oficiales y soldados romanos. Algunos de estos “pecadores” se habían arrepentido al escuchar a Juan Bautista, lo que no habían hecho esos dirigentes.
Hoy también esta parábola tiene aplicación en nuestra vida. Porque no es más cristiano el que más dice o hace actos religiosos, sino el que actúa de verdad como cristiano: ama y confía en Dios como Padre, cumpliendo su voluntad y viviendo en fraternidad con todos. Se nos habla de obedecer a Dios. Hoy para muchos suena mal esto de obedecer, y sin embargo obedecer a Dios es nuestra felicidad y nuestra certeza de salvación. Obedecer en cristiano es amar. Dice Jesús: “Si me amáis guardaréis mis mandamientos”. Pero es que debemos estar seguros de que los mandamientos de Dios proceden de su amor. También los mandamientos de la Iglesia. Al obedecer no se suprime la libertad, sino que entregamos libremente nuestra voluntad. Hacer la voluntad del Padre es lo que siempre tenía presente Jesús en su vida. Es lo que nos enseñó también a pedir cuando rezamos el padrenuestro.

Lo más perfecto sería decir siempre sí al Señor y decirlo con prontitud y alegría, de modo que la voluntad de Dios se cumpla en nosotros. Así lo hizo Jesús, y así lo hizo la Virgen María. En nuestra vida hemos dicho muchas veces que no: a veces ha sido por ignorancia, otras por protesta. No seamos como los fariseos que se instalan en un vivir fácil de la religión, sino que trabajemos en la confianza de Dios para que nuestros hechos de vida sean los que testimonien que Dios es nuestro Padre.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

25ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 20, 1-16

25ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 20, 1-16

Eran las semanas últimas de la vida de Jesús, cuando en sus enseñanzas muestra más claramente que su mensaje es para todos y que, precisamente por culpa de los jefes religiosos del pueblo de Israel, éstos, que habían sido elegidos por Dios, serían puestos al mismo nivel o estarían por detrás de otros muchos venidos a la fe después.
Esto es algo de lo que Jesús nos enseña en esta parábola. Para muchos sorprende el final. Esto suele pasar en varias parábolas. A veces habla Jesús de forma sorpresiva para que se capte mejor el mensaje que quiere darnos. Por de pronto Jesús no está hablando de relaciones económicas o laborales. Cuando alguien se sorprende o se escandaliza es porque no ha comprendido el sentido del Reino de Dios. Nosotros tenemos un concepto de justicia que no es lo mismo que la justicia de Dios. Hoy en la primera lectura el profeta Isaías, hablando de parte de Dios, nos dice: “mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos”. Él mismo nos dice que los caminos de Dios son más altos, como los planes de Dios son más altos. Claro que debemos trabajar para tener justicia; pero no debemos quedarnos ahí, sino que por encima está la caridad, y la fraternidad, la generosidad, la gratuidad, el compartir.  Hay quienes sólo hacen tratos con la fórmula: “te doy para que me des”. Y normalmente somos muy mezquinos, porque somos egoístas.
Hoy nos enseña Jesús que Dios llama a todos. A veces se le escucha de pequeño, a veces en la juventud o de mayor o en la vejez. Lo importante es decirle que sí mientras haya tiempo, “mientras es de día”. Para el que responde a su llamada Dios es generoso, sin que lo mere agnanimidad. A todos nos da una esperanza de eternidad feliz, aunque no hay que estar obsesionados con el final. Lo importante es trabajar en el oficio que tengamos, sabiendo que el trabajo es una colaboración con Dios para llevar al mundo adelante hasta la mayor plenitud posible; pero sabiendo que esa plenitud será verdad si el mensaje de amor y de paz nos llena el corazón.zcamos, porque la salvación es un don de Dios. Si Dios nos da lo suficiente e infinitamente más ¿Por qué vamos a juzgar su acción con los demás?
Esta parábola en primer lugar estaba dirigida a los jefes judíos que no veían bien el hecho de que Jesús tratase con igual o más benevolencia a los publicanos y pecadores. Quizá cuando esto escribía san Mateo tenía muy en cuenta algunas disputas que había entre los judeocristianos y los paganos recién convertidos. A algunos judíos convertidos no les parecía bien que se tratase igual a los paganos recién convertidos. Sobre esto tuvo que hablar y escribir bastante san Pablo. Es la envidia y mezquindad que Jesús había lamentado: la del hermano mayor del “hijo pródigo”, la de Judas ante el “despilfarro” de María, la hermana de Lázaro, o el fariseo Simón cuando ve a Jesús perdonar a la pecadora, o como Jonás que se lamenta cuando Dios perdona a la ciudad de Nínive. La justicia de Dios no es como la humana sin amor.  Él no hace cálculos, sino que ama, como quiere que hagamos nosotros.
Nosotros calculamos demasiado, como aquel sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano; pero éste no calculó y fue alabado por Jesús. Hoy los últimos de la parábola tampoco calculan, sino que se fían del dueño, y esta confianza les valió una buena recompensa. Igual que los que habían trabajado mucho sin tanta confianza. Por eso en el trabajo que hacemos por el Reino de Dios no se trata de calcular cuánto premio tendremos, sino de trabajar con amor y confiar en Dios, que es mucho más espléndido de lo que pensamos. No se trata de recibir un sueldo, como los que sólo saben pedir por su salvación, aunque no es que sea malo, sino que lo importante es que el “Reino de Dios venga sobre nosotros” y las demás intenciones que Jesús nos enseñó en el Padrenuestro. Después el premio vendrá por añadidura.
Ante esta parábola nuestra actitud cristiana debe ser de agradecimiento, alabando al Señor por su bondad y misericordia.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

14 de Septiembre; Fiesta de la Cruz: Jn 3, 13-17. 2014

                      14 de Septiembre; Fiesta de la Cruz: Jn 3, 13-17
En este día la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Era el 14 de Septiembre del año 320, cuando santa Elena, la madre del emperador Constantino, después de esfuerzos y trabajos, encontró la verdadera Cruz donde Jesús había muerto. Desde ese momento se vivió una gran devoción en la nueva basílica del santo Sepulcro, que santa Elena mandó construir. Por el año 600 la Cruz cayó en manos de los persas que la llevaron lejos de Jerusalén, hasta que pocos años después, el 3 de Mayo del año 629 el emperador Heraclio la conquistó y la llevó en triunfo a Jerusalén. Por esto había dos fiestas sobre la cruz. Desde hace varios años se unificaron las dos fiestas en este día 14. Es famoso el relato de la entrada en Jerusalén, cuando el emperador, vestido muy lujosamente, llevaba la Cruz; pero al ir a entrar en la ciudad, no lo pudo hacer, hasta que el arzobispo de Jerusalén le dijo que no era propio ir tan lujosamente vestido llevando la Cruz. Así que, quitada la corona, descalzo y con pobres ropas pudo entrar en la ciudad llevando la misma Cruz que había llevado Jesús. Desde ese día, para que no pudiese ser robada y por el deseo de varias comunidades cristianas, de la Cruz se hicieron partes para llevar a Roma y a otros lugares.
En el evangelio de hoy se narra el final de la conversación de Jesús con Nicodemo. Le había hablado de otra vida que debemos tener por medio del bautismo y cómo esa vida se conseguirá por medio de la entrega y de la cruz. Pero todos los que la admitan y la miren, buscando la salvación, la encontrarán. Y le pone el ejemplo de la serpiente del desierto en tiempos de Moisés. Los que la miraban se sanaban de las mordeduras de serpientes. No era por la virtud de una imagen, sino por la fe en Dios. La primera lectura nos recuerda esa escena del Antiguo Testamento.
En la segunda lectura nos dirá san Pablo cómo Dios se anonadó hasta hacerse hombre y hasta morir en la cruz, que era la mayor ignominia; pero por ese anonadamiento llegó a la glorificación. Hay algunos que creen que la religión cristiana es coercitiva y opresiva, llena de temor, como si fuese un culto al dolor y al sufrimiento. La Cruz sigue siendo un misterio; pero podemos entender que Jesús no ha venido para explicar el sufrimiento, sino para acompañarnos en nuestras cruces. No tenemos derecho a revelarnos ante el sufrimiento de los inocentes, porque Cristo pasó por ello.
Con la cruz nos demostró Jesús el mayor amor hacia la humanidad. En el evangelio se dice esa frase, que parece ser ya como una explosión del evangelista inspirado por Dios: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo”. Y lo hizo para que nosotros pudiéramos salvarnos. La cruz no es el final. Dios no puede querer el sufrimiento por el sufrimiento. Dios quiere nuestra felicidad. Pero existe la cruz, porque existe el pecado. Si la cruz es terrible es porque el pecado es terrible. Sólo por la cruz se puede comprender lo horrendo y malo que es el pecado, para que nos apartemos de él.
En esta vida todos tenemos cruces; pero llevadas junto a Cristo y con Él cambia de color. Hay cruces, porque esta vida es imperfecta y nosotros la hacemos peor. Jesús nos dijo que tomemos nuestra cruz y le sigamos. Toda la alegría y la gran esperanza de la vida eterna consisten en seguir a Jesús. Para ello debemos tener la virtud del desprendimiento hasta llegar a anonadarnos. Para ello hay que vencer el egoísmo, lo cual es muy difícil, imposible con nuestras fuerzas, pero posible con la gracia de Dios.

Invoquemos la protección de la Virgen María, que siendo inocente, llevó su cruz espiritual junto a la Cruz de Jesús. Y cuando hagamos sobre nosotros la señal de la cruz, procuremos hacerla bien: Que sea una cruz y no un garabato. Que no sea un mal testimonio, casi un escándalo, sino un acto de fe, de esperanza en la vida eterna y de amor a Jesús, que por amor nuestro quiso morir en ella. Con la cruz nos abandonemos en las manos de Dios. No hace falta buscar cruces raras y complicadas. Basta llevar con paz y amor los propios deberes de cada día con sus cruces y esperanzas.

viernes, 5 de septiembre de 2014

23ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 18, 15-20

23ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 18, 15-20
Acababa Jesús de hablar sobre la oveja perdida, la que se ha apartado de las otras 99, y dice que la voluntad del Padre del cielo es que no se pierda ni uno sólo, aunque ése nos parezca pequeño o de poca relevancia. Ahora Jesús nos da algunos consejos para ver qué podemos hacer nosotros para atraer o ganar a ese hermano perdido.
Hoy nos habla de la “corrección fraterna”. De hecho directamente se trata del que nos ha ofendido, ya que el que se siente ofendido debe dar normalmente el primer paso para la reconciliación; pero las palabras de hoy se aplican para otros muchos casos. Y ello es porque no nos salvamos solos. Somos seres sociables y formamos parte de una comunidad. Y todos debemos preocuparnos de los demás.
Esto quiere decir que no debemos ser indiferentes ante las acciones de los demás. Un padre no siempre tiene que callar, ni el maestro o el educador deben permitirlo todo, ni un amigo desentenderse cuando ve que su amigo va por mal camino. No es que nos vayamos a meter siempre en los asuntos de los demás, pero sí debemos sentirnos corresponsables de su bien. No es lo mismo indiferencia que respeto a la libertad. Porque hay personas que aparentan ser respetuosos; pero en el fondo es porque no les importa nada la otra persona. Hay gente que dice que no se mete con nadie, pero es porque nadie tiene sitio en su vida egoísta. Creen que no necesitan de nadie; pero todos nos necesitamos y, pensando en cristiano, todos somos hermanos, que vamos juntos en este caminar hacia Dios. Ser indiferente es tener la actitud de Caín, cuando respondió a Dios: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”
Tenemos que corregirnos, porque la Iglesia no es una comunidad de “puros”, sino de pecadores. Lo difícil es saber cómo debemos hacerlo. Jesús lo ha previsto y ha dispuesto una serie de actitudes a tomar. Lo primero es que la corrección debe ser entre dos. El que ha visto el “mal” en otro debe dar el primer paso: un paso discreto, que no debe trascender a ser posible, para que el hermano pueda conservar su honor y reputación. Jesús nos enseña la delicadeza y el no airear los defectos de los demás; porque esto no sólo no le salvaría, sino que le hundiría aún más. Lo esencial es el amor. La corrección debe hacerse con humildad y sobre todo no dejarse llevar por simpatías o antipatías, sino por un amor verdadero: desear el bien del hermano. Por ello es tan importante el diálogo. Y si lo es para todos, mucho más para los esposos.
Este es el primer paso: el diálogo entre dos, no las críticas externas, con las cuales no se consigue nada positivo. Con el diálogo personal a veces sí se consigue. Si es así, podemos escuchar las palabras de Jesús: “Has ganado a un hermano”. Pero hay veces que tampoco lo consigue el diálogo personal. No hay que resignarse a los fracasos. Tampoco hay que condenar enseguida sin probar otros medios. Jesús nos habla de llamar a algunos otros: puede ser la familia, especialmente los padres o superiores. A veces tampoco resulta. Entonces es que el mismo pecador se excluye de la comunidad. En la historia de la Iglesia se ha empleado la excomunión, como signo de autoridad. Pero de hecho lo que significaba es que la Iglesia constata la separación que ya se ha dado en el corazón de aquel cristiano: su propia autoexcomunión.
Estas palabras de Jesús no son sólo para que aprendamos a corregir, sino también para que aprendamos a ser corregidos, porque todos somos pecadores. Todo ello realizado dentro del amor cristiano y en clima de oración. La Iglesia es una comunidad que ora. El ambiente de oración debe influir nuestra vida cristiana, como influye particularmente la vida de una familia cristiana. Esta vida de oración no sólo es signo de la presencia de Dios, sino que en realidad Jesús dijo que iba a estar presente cuando ve que una comunidad se reúne para orar. De hecho esta oración es el signo real de que ha habido perdón y que ese perdón está actual en la comunidad. Por medio de esta unión es como la Iglesia es signo ante el mundo de la presencia de Dios.