sábado, 29 de septiembre de 2018

26ª semana del tiempo ordinario. Domingo B-2018: Mc 9, 38-48


          
Iba Jesús caminando entre sus discípulos. Quizá comenzaban ya su viaje hacia Jerusalén, y mientras caminaban, Jesús les daba varias enseñanzas e instrucciones. La primera lección que hoy nos trae el evangelio es la de que nosotros, aunque sigamos de cerca a Jesús, no tenemos el monopolio de la verdad. Hay que respetar y apreciar las cosas buenas que veamos en otros, aunque no sean de nuestro grupo social o religioso. La enseñanza surgió porque Juan, como portavoz de otros, le dijo a Jesús que habían visto a una persona que hacía cosas buenas como expulsar demonios en el nombre de Jesús; pero como no era de su grupo, se lo habían prohibido. Esto dio pie para que Jesús les dijera, a ellos y a nosotros, que cualquiera que no está en contra de Él, está a su favor. Que es como decir que debemos estimar todo lo bueno que nos encontramos en los demás, aunque sean de otro grupo.
Es algo parecido a lo que le pasó a Moisés (1ª lectura). Un día llamó a los setenta más importantes del pueblo y el Espíritu de Dios vino sobre ellos, de modo que todos se pusieron a expresar las maravillas de Dios, como solía hacer Moisés. Pero resulta que faltaban dos de ellos. Y donde estaban también se pusieron a expresar esas maravillas. Josué fue donde Moisés a contárselo y le dijo: “Prohíbeselo”. Pero Moisés, que tenía un corazón muy grande, aunque aquellos dos no habían acudido, le dijo: “¡Ojalá todo el pueblo proclame estas maravillas!”. Es la grandeza del corazón, imagen del gran corazón de Jesús que acoge a todo el que no esté realmente en contra.
Solemos ser muy egoístas a solas y muchas veces, de manera más viva, cuando formamos parte de un grupo. Este egoísmo nos hace parecer que todo lo del contrario es malo. Esto se ve muchas veces en los partidos políticos. Algunas veces todo lo que hace o dice el adversario nos parece mal. Pero algo tendrán de bueno. El caso es que se critica y se lleva la contraria, aunque no estemos del todo convencidos. Esto pasa en política, pero pasa también en religión. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “Todo lo bueno y verdadero de las diversas religiones lo aprecia la Iglesia como un don de aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan vida” (nº 843).
Muchas veces el pertenecer a un grupo nos hace ciegos para poder ver la verdad y el bien en el adversario. Sobre todo, si unos se creen que son los “buenos”, y por ello se creen también que tienen toda la verdad. Lo peor no está sólo en el mal que nos hacemos a nosotros por el pecado. Lo peor es si con nuestro pecado inducimos a otros, que quizá son más débiles en la fe, a cometer el mismo error o pecado. Esto es lo que se llama escándalo. Jesús dice palabras terribles contra los que dan escándalo a otros. Pueden ser ricos, que son al mismo tiempo personas con responsabilidad social, pero que no cumplen con la justicia y se aprovechan de los pobres en cuanto a salarios y en cuanto a trabajos excesivos. Pueden ser padres que no dan buen ejemplo a sus hijos. El Catecismo de la Iglesia Católica se fija en la maldad de los que deben hacer leyes y las hacen induciendo al mal. Eso es escándalo.
Desde cierto punto de vista, parece que la sociedad actual está de vuelta de todo, y no se asombra ni escandaliza por nada. Por el contrario, se supervaloran publicitariamente ciertos escándalos; un lío de faldas, un hijo oculto que reclama una herencia millonaria, una fuga con gran desfalco económico o un crimen pasional pueden ocupar las primeras páginas de los periódicos o ser noticia de apertura en un telediario.
A algunos no les gusta la palabra “escándalo” porque les parece oscurantista, retrógrada y beatona. Les suena a falta de libertad, a censura religiosa superada y a morbosa referencia sexual. Sin embargo es preciso reconocer que todos estamos en medio de una situación de escándalo activo, continuo y organizado. Es muy serio que la sociedad actual, por alardear de vanguardista, ridiculice las voces limpias que propugnan una concepción más seria y digna de la existencia”.
Por eso cuesta ser cristiano auténtico. Aunque te cueste tanto como te costaría perder un ojo, vale la pena el hacerlo y ser consecuente en nuestra vida con las enseñanzas de Jesucristo. Con esas frases radicales, con las que termina el evangelio de hoy, Jesús nos quiere decir que para ser sus discípulos no debemos conformarnos con la mediocridad, sino que debemos ser auténticos o radicales, que quiere decir que el pensamiento de Jesús no influya sólo en algo exterior, sino que nos llegue hasta lo más hondo de nuestro ser. Y el pensamiento de Jesús es sobre todo el amor. No quedaremos sin recompensa. Hoy nos dice que nos recompensará hasta un vaso de agua que se dé a quien lo necesita. ¡Cuánto más la entrega de nuestro ser!
Recordemos que no debemos “apagar al Espíritu”, como nos dice san Pablo, pues sopla donde y como quiere. Y por todo ello bendigamos siempre al Señor.

sábado, 15 de septiembre de 2018

"APARTATE DE MI SATANAS"


El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Después de un tiempo de convivir con él, Jesús les hace a sus discípulos una pregunta decisiva: "¿Quién decís que soy yo?". En nombre de todos, Pedro le contesta sin dudar: "Tú eres el Mesías". Por fin parece que todo está claro. Jesús es el Mesías enviado por Dios y los discípulos lo siguen para colaborar con él.
Jesús sin embargo sabe que no es así. Todavía les falta aprender algo muy importante. Es fácil confesar a Jesús con palabras, pero todavía no saben lo que significa seguirlo de cerca compartiendo su proyecto y su destino. Marcos dice que Jesús "empezó a instruirlos". No es una enseñanza más, sino algo fundamental que los discípulos tendrán que ir asimilando y conociendo poco a poco.
Desde el principio les habla "con toda claridad". No les quiere ocultar nada. Tienen que saber que el sufrimiento lo acompañará a él siempre en su tarea de abrir caminos al reino de Dios. Al final, será condenado por los dirigentes religiosos y morirá ejecutado violentamente. Sólo al resucitar se verá que Dios está con él.
Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Su reacción es increíbleToma a Jesús consigo y se lo lleva aparte para "increparlo"Había sido el primero en confesarlo como Mesías. Ahora es el primero en rechazarlo. Quiere hacer comprender a Jesús que lo que está diciendo es absurdo. No está dispuesto a que siga ese camino. Jesús ha de cambiar esa manera de pensar.
Jesús reacciona con una dureza desconocidaDe pronto ve en Pedro los rasgos de Satanás, el tentador del desierto que busca apartar a las personas de la voluntad de Dios. Se vuelve de cara a los discípulos e increpa literalmente a Pedro con estas palabras: "Ponte detrás de mí, Satanás": vuelve a ocupar tu puesto de discípulo. Deja de tentarme. "Tú piensas como los hombres, no como Dios".
Luego llama a la gente y a sus discípulos para que escuchen bien sus palabras. Las repetirá en diversas ocasiones. No las han de olvidar jamás. "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga".
Seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de cada uno. Pero hemos de tomar en serio a Jesús. No bastan confesiones fáciles. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas. Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al reino de Dios. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa.

sábado, 25 de agosto de 2018

20ª semana del tiempo ordinario. Domingo B: Jn 6, 51-58


Los dos domingos pasados veíamos la primera parte del “Discurso del Pan de vida” por Jesús en Cafarnaún, donde anuncia el misterio de la Eucaristía. En esa primera parte nos pedía fe, porque, si no creemos en El, es vano que nos anuncie la maravilla de podernos unir tan íntimamente por medio de la Comunión. Terminaba el domingo pasado con lo que comienza hoy. Jesús nos dice que El mismo es el pan bajado del Cielo que debemos comer. La mayoría de la gente que escucha y que sólo piensa en el sentido material de las palabras y que no cree que haya venido del cielo, porque conocen a su familia, comienza no sólo a admirarse de esas palabras, sino a criticar o murmurar. Al final le tendrán por loco y muchos, que antes se tenían por discípulos, se marcharán. Esto lo veremos el próximo domingo. Hoy al ver la grandeza de las palabras de Jesús, hagamos un acto de fe y sintamos el amor de Dios en la Eucaristía.
Como la gente murmuraba y tomaba las palabras de Jesús en sentido materialista, como si ellos tuvieran que comerle pedazo a pedazo, creían que se burlaba de ellos. Por lo tanto Jesús repitió varias veces lo mismo, como para dar a entender que no se había equivocado, sino que era verdad. Esto que ahora anunciaba, lo haría realidad el Jueves santo en la Ultima Cena. Y no sólo les dio a comer su Cuerpo a los apóstoles, sino que les dio autoridad para que hiciesen lo mismo, como se realiza en la santa Misa, para que todos los que quieran puedan recibir ese augusto alimento.
Se cuenta que por el año 165, en tiempos de san Justino, que era un filósofo y escritor, algunos paganos acusaron a los cristianos de algo horrendo y prohibido, como era comer la carne de alguna persona. Esto se debía a que el sacerdote decía: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, y: “Tomad y bebed, esta es mi sangre”. En realidad los paganos no podían entender cómo los cristianos pudieran quedar tan alegres y al parecer tan satisfechos después de lo que habían celebrado y recibido. Entonces san Justino tuvo que escribir algo muy hermoso en defensa de la sagrada Eucaristía.
Algo que tenemos que tener en cuenta es que Jesús no promete una presencia simbólica o figurativa, como si fuese un recuerdo o una bella idea. La presencia de Jesús es real y verdadera. Recibimos el verdadero Cuerpo de Jesús. Es Él en persona quien viene a nosotros en la comunión. Esto sólo lo puede inventar Dios, de modo que nos podemos estrechar íntimamente cuando recibimos aquello que parece un poquito de pan o un poquito de vino. Nuestra fe nos dice que aquello ya no es pan, sino que es el mismo Jesús que penetra en nuestro ser. Es un acto sublime de amor de Dios.
Un buen padre no se contenta sólo con haber dado la vida a sus hijos, sino que les alimenta y les proporciona los medios para crecer y ser personas dignas. Muchos medios nos da Dios, después que nos hicimos sus hijos por el Bautismo; pero el alimento más importante es el que anuncia hoy: su propio Cuerpo. Algo muy especial que tiene este alimento es lo que se dice desde hace muchos siglos: que los alimentos corrientes se convierten en nuestra propia naturaleza, porque son inferiores a nosotros; pero el alimento del Cuerpo de Cristo es tan superior a nosotros que tiende a que nosotros nos convirtamos en su naturaleza. Por lo cual no encontramos un medio más importante para unirnos a Dios que recibir dignamente la sagrada Eucaristía.
Así que recordemos que cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la Consagración, no se trata de un simple recuerdo, sino que se está realizando presente el mismo sacrificio de la Cruz, ahora ya glorificado. Y luego Jesús permanece en el Sagrario, para que le visitemos y le adoremos. Él quiere venir para fortalecer nuestra vida espiritual. Por eso, cuando vamos a la misa, no vamos sólo para cumplir un precepto, sino para estar con quien más nos quiere, poder fortalecer nuestra fe en las luchas de cada día y poder recibir la alegría para la vida. Cuando rezamos “Danos hoy nuestro pan de cada día”, no sólo pedimos el pan material, sino el espiritual.

21ª semana del tiempo ordinario. Domingo B: Jn 6,55.60-69

En estos domingos pasados se nos presentaba el “discurso de vida” de Jesús en que proclama lo que será la Eucaristía: su presencia real por amor a nosotros; una presencia tan real que le podemos comer, como el abrazo más íntimo que pudiéramos pensar. Y no sólo que le podemos comer, sino que lo debemos hacer si queremos tener la vida eterna. Esto es difícil entender cuando no se tiene fe o cuando se quieren entender los mensajes de Jesús según nos convenga a nosotros, con todos nuestros intereses materialistas, de orgullo, de poder, de comodidad, de egoísmo.
Esto es lo que pasó cuando Jesús hablaba. La gente se decía: “Duras son estas palabras”. Yo creo que no era sólo por lo de comer el Cuerpo de Jesús. Este comer su cuerpo llevaba consigo la entrega de nuestro ser en Él y para bien de los hermanos. Llevaba consigo el aceptar una vida de servicio, no de triunfalismo, el buscar no sólo comer el Cuerpo de Jesús, sino dejarnos comer por los demás. Esto requería todo un desprendimiento de muchas cosas, pero sobre todo del egoísmo y del afán de riquezas, de poder, de lujo, de comodidades, para el bien de los demás. Por eso, cuando Jesús se dio cuenta de lo que pasaba, el murmullo y las primeras decepciones, lo explicó diciendo que en nosotros se da esa lucha entre la carne y el espíritu; y hay muchos que se dejan llevar por las tendencias de la carne despreciando al espíritu. Uno de ellos era uno de sus mismos discípulos, Judas. El evangelista lo expresa con claridad diciendo que estas palabras las había dicho Jesús por causa del traidor.
Entonces Jesús tuvo que plantearles claramente a sus discípulos: “¿También vosotros queréis marcharos?” Fue san Pedro, más voluntarioso, como otras veces, quien le responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna”. Esto se parece a lo que nos cuenta hoy la primera lectura, en tiempos de Josué, el sucesor de Moisés. Eran momentos difíciles para el servicio de Dios, porque muchos en el pueblo se habían dejado seducir del culto de los dioses en la tierra que conquistaban. Era un culto más atractivo, porque dejaba que la persona tuviera muchos vicios apetitosos a los sentidos, pero contrarios a la ley de Dios. Hasta que Josué tuvo que plantarse y con decisión decir al pueblo: “¿A qué dios queréis servir? Yo con mi familia serviremos al Señor”. Entonces el pueblo aceptó servir al Señor Dios que les había sacado de Egipto, no tanto por convicción de razones, sino por la energía y el ejemplo de aquel hombre que desgastaba su vida por el servicio a Dios y al bien del pueblo.
La comunión no es sólo un acto que puede ser más o menos bonito, un acto para quedar bien ante los demás o ante el mismo Dios. Es sobre todo un acto de fe. Al terminar la consagración, el sacerdote nos dice: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Y cuando vamos a comulgar nos dice: “El Cuerpo de Cristo”, y nosotros respondemos: “Amén”. Este amén es un acto de fe, diciendo que es verdad, que así lo creemos. Pero, como hemos visto otras veces, la fe no es sólo una creencia intelectual, sino que es sobre todo una entrega en las manos de Jesús. Es ponerse a su disposición para que vaya aceptando nuestro ser, de modo que nos asimilemos a su manera de ser.
En nuestro seguimiento a Cristo habrá muchos momentos en que nos parece todo bastante fácil y tranquilo; pero habrá otros momentos en que, sea por las pasiones internas o por las dificultades externas, todo se nos hace difícil y quizá hasta nos haga clamar: “Son muy difíciles los mensajes de Jesús”. Pero tengamos confianza especialmente cuando le recibimos en la comunión. No es que haya que ser santos para comulgar; basta que tengamos fe y mucha humildad para arrojarnos en los brazos de Cristo. Él tiene palabras de vida eterna. Es decir, que sus mensajes y su gloria no son para un instante, sino para siempre. Si le recibimos con esta fe, iremos viendo que nuestra vida cada vez un poco más se irá transformando en su vida y nos costará menos el servir a los demás, haciéndolo con el gozo y la libertad de Cristo Jesú