Cuando fallece una persona querida
sientes la tristeza y la pérdida de alguien que forma parte de tu vida. Es
verdad que no es igual el sentimiento si esa persona es más cercana o menos, si
ha sido de repente o llevaba tiempo enferma, o si era muy mayor o joven. Pero,
a medida que pasa el tiempo y vas recorriendo el camino del duelo con la
esperanza que nos da la fe y el amor que nos une en Jesucristo, vas aceptando y
acogiendo la finalidad última para la que hemos sido creados y salvados: para
estar con Dios, para ir al cielo.
En el pasaje del evangelio de
hoy, Jesús se lo indica a Nicodemo al explicarle la finalidad fundamental de su
misión: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo
del hombre. El Señor se ha encarnado para abrirnos las puertas del
cielo y llevarnos a él. Por ello, se alzará en la Cruz como el estandarte que
Dios mando hacer a Moisés y salvó a los judíos curándoles de las picaduras de
las serpientes y librándoles de la muerte. Mirar, creer y acoger la Cruz de
Cristo y su resurrección en nuestra vida nos cura y nos libera del veneno de
las picaduras del mal, el pecado, en el que caemos y obramos, y que nos lleva a
luna vida de muerte.
Pero, solemos olvidarnos de
esto en el transcurso de esta vida, y corremos el peligro de caer en el
sinsentido, en la desesperación o en la tristeza, por creer que perdemos el
tiempo o esta vida que conocemos. Nos olvidamos de desear el cielo, de
esperarlo y caminar hacia el. Y nos olvidamos de Dios, de su voluntad, de su
misión para con nosotros y de su realización plena en la vida eterna.
No olvides tener la
perspectiva del cielo que hemos adquirido por la fe en Cristo, que se está
haciendo efectiva en nosotros día a día nuestra salvación; nuestra respuesta a
esta gracia con nuestra vida entregada al seguimiento de Cristo, viviendo el
mandamiento del amor. No olvides las acciones
del Señor, encaminadas
a llevarnos al cielo porque nos ama y nunca nos fallará.
Desde pequeño el día de hoy ha sido en
mis recuerdos un día de ilusiones y de experiencias de fiesta en mi vida. Las
fiestas de mi pueblo son en honor a Nuestra Señora y son para disfrutar de las
celebraciones festivas religiosas.
Por ello, quizás entiendo
mejor el profundo significado de la escena del evangelio de hoy, como el
testimonio de San Pablo en el comienzo de la carta a Timoteo. La Cruz supera el
dolor y es fuente de amor y de vida para todos aquellos que la acogen y la
afrontan con confianza en el Señor. Ellos son los que están con Jesús en esta
escena: María, su Madre, algunas mujeres y Juan. Jesús construye su Iglesia, la
bendice y llena de relaciones de amor entre los que la forman. La maternidad
espiritual y de fe de María en la Iglesia, realizada por Cristo a través de
su discípulo amado, nos muestra la riqueza y el misterio de
amor que nos salva del dolor, la injusticia y la incomprensión; que nos salva
del pecado.
Nunca estaremos solos. Nunca
nos abandonará el Señor, ni siquiera cuando nosotros le abandonemos. No nos
olvidemos que detrás de la Cruz está la resurrección, el triunfo, la Vida. En
la Cruz, el Señor se queda definitivamente y es un Dios que es Padre y Madre a
la vez. En Nuestra Señora de los Dolores lo podemos percibir y comprender.
María está en primera fila y a su lado en el dolor y el sufrimiento. Por ello,
Jesús le concederá la gracia de poder estarlo ahora a nuestro lado.
Por consiguiente, es una fiesta
y una alegría gozar de este cuidado y protección de Dios para con nosotros, de
tener esta ayuda y consuelo. Algo que sencillamente lo he sentido desde pequeño
y doy gracias con nuestra Madre por ello.
Con la Virgen, Madre en el
dolor, aprendemos y sentimos que Tu eres, Señor, el lote de mi heredad
y me sacias de gozo en tu presencia. Esto es lo que tengo y tienes,
¿cómo lo vives?