miércoles, 26 de julio de 2017

17ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 13, 44-52

                El centro o tema principal de toda la predicación de Jesús es el “Reino de Dios”, que es del otro mundo, pero ya comienza aquí y está entre nosotros. Es el proyecto salvífico de Dios para con nosotros. Jesús tendrá que corregir ideas materialistas sobre  ese Reino, pues para muchos era una restauración de la monarquía de David o una revancha de estilo nacionalista. Tampoco es lo mismo que la Iglesia, aunque la Iglesia es el terreno privilegiado donde el Reino se va edificando y es “el germen y principio del Reino”. Pero éste está por encima de toda realización concreta y aun religiosa.
Hoy en el evangelio consideramos algunas características del “Reino de Dios”, que Jesús nos describe por medio de parábolas. Las dos primeras, la del tesoro y la perla, vienen a decir lo mismo: El Reino de los cielos es algo muy precioso, que suele estar escondido para la mayoría de la gente; pero que si se le encuentra y se le consigue, es de tanto valor que nos llena el alma y nos da la mayor felicidad.
En esta vida encontramos por desgracia en muchas personas lo que se llama “una crisis existencial”. Hay muchas comodidades, mucho progreso económico, mucha diversión; pero hay muchas enfermedades psicológicas y muchos suicidios. Y sucede que cuanto más avanzados o progresistas son los países, más suicidios hay. Y entre los jóvenes se da mucha droga y mucho desencanto de la vida. Esto es porque les parece que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es lo mismo y llegan a pensar que no hay que buscar nada porque nada encontrarán.
Han perdido el contacto con lo vital. Pero el corazón humano tiene mayores exigencias que “ir tirando”. Desde lo hondo del corazón brota la pregunta por el sentido de la vida: Debe haber algo grande por lo cual vale la pena gastarse y desgastarse. De hecho el sacrificio, dar generosamente la vida, llena más que la comodidad o la diversión. En medio de “esa vida” podemos encontrar el tesoro que nos llene toda nuestra vida. Muchos santos lo encontraron al escuchar, con el corazón abierto, alguna parte de la Palabra de Dios.
Para ello debemos preparar el corazón. Para encontrar el amor de Dios debemos estar dispuestos a sacrificarnos por el bien de nuestros prójimos. A veces vamos a Misa y no descubrimos el tesoro de la Eucaristía con la presencia de quien puede llenarnos el alma de amor y felicidad. Recordamos lo que nos dijo Jesucristo: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Debemos tener una verdadera escala de valores: el Reino de Dios vale inmensamente más que el dinero, el poder y el placer. Es difícil dar con ello, pero hay que descubrirlo y pedir la Gracia a Dios para comprenderlo.
En otra parábola nos dice Jesús que el Reino de Dios es como una red barredera. En este mundo están juntos los buenos y los malos. No tenemos porqué juzgar a nadie, sino trabajar para que los que están más flacos en la gracia y en la fe, puedan llenarse más de este espíritu y poder un día participar con los santos en el cielo. Al fin del mundo, Dios hará la separación oportuna. Mientras tanto trabajemos todos como hermanos unidos y trabajemos en bien de los demás.
La última parábola de este día nos dice que en esta búsqueda del Reino de Dios, debemos aprovechar todo lo bueno que encontramos a nuestra alrededor. Hay gente que desprecia todo lo antiguo y los hay que desprecian todas las novedades. Siempre ha habido cosas buenas, provechosas y en el tiempo salen a la luz cosas nuevas aprovechables. Es como en la Biblia: hay que saber aprovechar el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Por eso buscar el bien no es cosa de necios, sino de inteligentes, que saben escoger lo bueno continuamente, y se quedan con lo mejor. Jesús les había dicho poco antes a los apóstoles: “Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. Ojalá nuestros sentidos estén atentos ante lo mejor, que es el Reino de Dios, que Jesús nos propone para darnos la paz, la libertad y la plena felicidad.

jueves, 20 de julio de 2017

16ª semana del tiempo ordinario-2017. Domingo A: Mt 13, 24-43

                  
El evangelio de este día nos trae tres parábolas de Jesús para explicarnos lo que es el Reino de Dios: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza y la levadura en la masa. Nos fijaremos especialmente en la primera porque es la más larga y porque Jesús mismo la explicó. Es imposible tener un sembrado sin ninguna maleza; mucho menos si ha venido un enemigo y ha sembrado allí hierba mala (cizaña). En el mundo crecen juntos los buenos y los malos. En el tiempo de Jesús había grupos como los fariseos y los esenios, que se tenían por justos y procuraban vivir separados de los “injustos”.
En la Iglesia también se dan los buenos cristianos junto con los menos cristianos, los tibios, los indiferentes o los pecadores. La mayoría de la gente tiene parte de bueno y parte de malo, o es gente que cambia: en momentos es mejor y en momentos es peor. Hay una tendencia instintiva en catalogar, en etiquetar a la gente, y muchas veces se divide la humanidad en buenos y malos. Pero la realidad no es así. Y lo que hoy nos dice Jesús es, que no tenemos derecho a juzgar a las personas, porque además muchas veces nos equivocamos. Juzgamos con una autosuficiencia egoísta muy grande. En los medios informativos encontramos mucha intolerancia: insultos, descalificaciones y la falta de presunción de inocencia (si sale en la prensa por algo será). Y la mayoría de las veces se juzga por situaciones externas ya pasadas, sin dejar a la persona la libertad de poder cambiar y ser de otra manera.
Hoy Jesús nos estimula a tener paciencia, nos invita a la esperanza, que no es pasividad ni indiferencia. Hay que trabajar por el bien; pero con respeto a los otros, que pueden cambiar. El ejemplo de esta paciencia está en Dios. A veces en la Biblia, especialmente en algunos salmos, da la impresión de que Dios es impaciente y hasta vengativo; pero en los pasajes más notables de la Escritura no es así: Dios es clemente y misericordioso, lento a la ira y deseoso de perdonar. La Biblia es el libro de la paciencia de Dios para con su pueblo: llama a todos y a todos acoge y perdona a quien busca la conversión. La Iglesia tiene como misión encarnar la paciencia de Jesús y revelar el verdadero rostro del amor. Podemos recordar aquel suceso cuando algunos discípulos le pedían a Jesús que mandase bajar fuego del cielo contra una ciudad que no les quiso acoger. Jesús les tuvo que decir que no era ese su espíritu ni el mensaje que les había ido enseñando. Jesús reprueba el fundamentalismo religioso.
Hay que recordar que la verdadera separación de buenos y malos se hará después de la muerte. Dios es el único Juez, que juzgará con justicia y misericordia. Dios quiere que todos se salven, y por eso espera pacientemente, porque todos tienen alguna oportunidad de convertirse. Por eso nos rodea con su palabra, con el ejemplo de los buenos y la oración de los consagrados. Por nuestra parte debemos tener más tolerancia, que proviene del respeto a los otros para que haya convivencia. Respeto no es indiferencia o pasar de todo. El respeto indica proximidad para buscar un acuerdo.
El amor y el bien deben desarrollarse con sencillez, pero con grandiosidad, como la semilla pequeña o la levadura en la masa, para ir cambiando las estructuras de la sociedad. La parábola de la mostaza nos indica que la grandeza no está en la espectacularidad, sino en los pequeños actos de cada momento hechos con mucho amor. A nuestro alrededor encontramos personas a quienes catalogamos como peores que nosotros. ¿Conocemos su formación y sus sentimientos interiores? Por nuestra parte nos corresponde el respeto y trabajar siempre por la verdad y con mucha paciencia. Jesús nos da ejemplo de esta paciencia con los pecadores.

 En su Pasión se reveló en todo su esplendor esta paciencia, mostrándolo con su perdón: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Junto a la cruz había dos ladrones; pero uno mostró sus buenos sentimientos y Jesús le acogió con todo el afecto de su corazón. Así quiere que acojamos a todos con bondad y esperar que la misericordia de Dios sea grande con ellos y con nosotros en el juicio final.